Existe un mar, cuyas olas lamen las costas del centro de América, un espacio de agua rodeado de islas mayores y menores, que se comunica a través de caminos marítimos con ese Océano Atlántico que atravesó con sus carabelas en 1492 un genovés llamado Cristóbal Colón, junto a un grupo de aventureros españoles.
Al llegar, se encontraron pedazos de tierra de los que antes no sabían, a los que bautizaron con nombres castizos, desconociendo aquellos que los pueblos originarios les habían asignado: Guanahaní fue llamada San Salvador y a Cuba la denominaron Juana. A la isla Bohío, la llamaron La Española y a Borinquen, San Juan Bautista o Puerto Rico. Así, Yamaya fue convertida en Jamaica, Matinino en Martinica, Arubeira en Aruba.
Pronto llegaron Gran Bretaña, Francia, Holanda a reconquistar lo conquistado por España a través de guerras imperiales. Las potencias en pugna se enfrentaron por un dominio efímero, “extinguieron” a la población indígena, trajeron como esclavos a negros jóvenes de la lejana África.
Pero poco a poco estas poblaciones se mezclaron, los taínos y caribes sobrevivientes se juntaron con involuntarios inmigrantes de piel de ébano. Los españoles se amancebaron con “indias” y con “negras”. Los llamados “blancos de la tierra”, mulatos, zambos, pardos, fruto de estos encuentros, fueron colonizados culturalmente, en un mundo dividido en castas que privilegiaba la blancura de la piel como requisito para el ascenso social.
En la medida en que cada territorio del Caribe fue pasando a ser posesión de una metrópoli diferente y hostil a las demás, los nacidos en estas tierras copiaron esos mismos distanciamientos. Unos quisieron ser españoles otros se sentían ingleses o franceses, aunque su piel oscura le devolviera una imagen distinta al mirarse al espejo.
Las formas de explotación colonial no eran las mismas en los territorios del Caribe. Las plantaciones de Jamaica llegaron a reunir cerca de 300 mil esclavos duramente tratados. Según una tabla ofrecida por Valentina Peguero y Danilo de los Santos, para 1789 el porciento de habitantes en Saint Domingue según su condición social era: “500,000 esclavos, 40,000 libertos y 30,000 blancos” (1983, p. 114)
La colonia española de Santo Domingo tenía una esclavitud patriarcal, cruel como toda opresión, pero menos virulenta. Su población fue mezclando sus raíces, fundamentalmente las españolas y africanas, y dio lugar en su evolución a un pueblo nuevo, el dominicano.
Cuba fue colonia de España hasta 1898. Un inmenso cañaveral se extendía en la mayor parte de sus campos y allí la esclavitud fue tardíamente abolida en 1886. Esa isla, larga y estrecha, tenía grandes diferencias regionales: una Habana cosmopolita, un Camagüey hatero y culto, un Santiago de Cuba, que se acercaba más a lo caribeño debido, entre otras causas, a las migraciones franco-haitianas y al intercambio cultural con la República Dominicana.
¿Y qué decir de Puerto Rico, ese borinquen-nación que nunca ha podido ser estado independiente, poseedor de rasgos culturales muy propios que no han logrado ser borrados?
El pensamiento antillanista de Lola Rodríguez de Tió, de Emeterio Betances y de Eugenio María de Hostos, se unió con el del dominicano Gregorio Luperón y el del cubano José Martí, quien escribió estas palabras en Montecristi el 25 de marzo de 1895 dirigidas a Federico Henríquez y Carvajal, poco antes de su viaje sin retorno a Cuba, donde murió luchando por la independencia: “De Santo Domingo ¿por qué le he de hablar? ¿Es eso casa distinta a Cuba? ¿Usted no es cubano y hay alguien que lo sea mejor que usted? ¿Y Gómez no es cubano? ¿Y yo qué soy y quién me fija suelo? Hagamos por sobre el mar, a sangre y cariño, lo que por el fondo de la mar hace la cordillera de fuego andino” (pp. 111-112)
Sin embargo, a pesar de esa ideología que acercó a las excolonias del Caribe insular español, existió y existe un gran desconocimiento de las culturas de esos otros Caribes: anglófono, francófono o en el que el papiamento reina como lengua común. Esos “espacios vacíos” necesitan ser llenados, para verdaderamente poder responder la pregunta que una vez me hizo nuestra maestra Yolanda Wood: “¿De qué Caribe estás hablando?”, a esta, agrego nuevas preguntas: ¿Del Caribe francófono, de la negritud radical de la Martinica de Aymée Césaire, del hispanoparlante Caribe mulato de Nicolás Guillén y su Son entero, o el del Trópico picapedrero del dominicano Manuel del Cabral? ¿Qué nos une, qué nos diferencia? ¿Qué nos acerca, qué nos aleja?
Nos alejan a unos y a otros las lenguas disímiles de nuestras ex metrópolis, las huellas de los diferentes sistemas de explotación colonial, el colonialismo cultural que nos hace olvidar a veces quienes somos para tratar de ser lo que nunca seremos: petimetres en París, ingleses de piel incolora en York, hijos de la España del tratado de Basilea y de la Anexión de 1861.
Nos acercan esos habitantes de África que fueron traídos como esclavos y que nos dieron sus saberes, sus mitos, su andar, sus bailes, su concepción del mundo y que convirtieron su legado en parte innegable de nuestras raíces culturales, junto con la hispana y la indígena.
Nos acerca ese pasado en el que fuimos parte de los imperios europeos, que nos hicieron similares y al mismo tiempo distintos. Nos acercan también esos espacios azules llamados agua y cielo, el clima, la luz, los huracanes que a veces nos asolan y nos dejan destrucción y tristeza, nos acerca además la alegría, el jolgorio, la felicidad simple de estar vivos y de ver ese colorido amanecer que, desde las ventanas en Londres, de París, de Ámsterdam o de Madrid, nunca ha podido ser visto.
El Caribe es así, lluvia y sol, integración y olvido, todo mezclado, todo cocido en el ajiaco, en el sancocho, en la caldosa, en el contrapunteo cubano entre el tabaco y el azúcar del que habló Fernando Ortiz, sumergido entre los Gobernadores del rocío de Jacques Roumain, mitificado en El Monte de Lidia Cabrera y originario en La tierra escrita de Aída Cartagena Portalatín. El Caribe es un hogar común con muchas estancias, con muchos espacios que debemos descubrir, un hábitat cultural heterogéneo, un mar de diversidad y puntos de encuentro.
Referencias:
De los Santos, D., y Peguero, V. (1983). Visión General de Historia Dominicana. Editora Corripio.
Martí, J. (1895). Carta a Federico Henríquez y Carvajal. En José Martí: Obras completas (Vol. 4. Editorial de Ciencias Sociales.
Pérez, I. (2019). En mi Isla 1 [Óleo]. De la serie Nuestras Hermanas. Colección Privada. l
Centro estudios caribeños. PUCMM.