Cinco de los siete fugitivos habían sido capturados con vida y dos habían escapado, provisionalmente escapado. Los primeros minutos del cautiverio fueron de incertidumbre. Estaban vivos, por alguna razón estaban vivos, quizás por él momento vivos, quizás mientras tanto vivos, pero los soldados podían estar esperando instrucciones o poniéndose de acuerdo para ejecutar una matanza en regla. Torturarlos y matarlos probablemente, en el estilo acostumbrado. Quizás ya tenían las órdenes, tal vez sólo se estaban divirtiendo, jugando con los juguetes nuevos.

Les habían ordenado a los prisioneros que se sentaran y se sentaron en el suelo. Todavía respiraban, eso sí, en espera de lo peor. Y lo peor estuvo a punto de suceder: Cómo y por que se salvaron no es fácil de entender.

«Cuando estuvimos sentados en el suelo nos rodearon no menos de cincuenta campesinos que gritaban a coro:”¡No los maten! ¡No los maten! ¡No los Maten! ¡No los maten!

»Era muy grato oír aquel conjunto de voces al que achacamos la conducta moderada de los soldados que armados de ametralladoras y fusiles dominaban la situación.

»De los soldados tengo presente a tres en mis recuerdos de esos momentos.

»El primero fue el que hizo la elección entre José Rolando, Miguelucho y yo y se decidió por el primero para darle el culatazo. ¿Con qué criterio lo eligió sobre todo después de haber estado más cerca de los otros dos? La opinión de Miguelucho, expresada, más tarde en la prisión, fue que creyó que José Rolando era norteamericano. Tal vez esa fue la razón, porque los rasgos físicos de nuestro compañero podrían llevar a esa confusión.

»Otro al que no puedo olvidar es a un raso que armado de una ametralladora se nos paró por delante y mientras rastrillaba el arma ordenó que nos pusiéramos en pie. Nos colocó uno al lado del otro y gritó a los campesinos que se encontraban detrás que desalojaran ese sitio. Al ver su actitud y las órdenes que había dado pensé que se trataba de un fusilamiento.

»La algarabía que formaron los campesinos al tiempo que corrían hizo que entrara en escena el tercer miembro del ejército que se hizo inolvidable para mí por su actitud en esos dramáticos momentos. Se trataba de un sargento de apellido Hernández que traía en sus manos las armas que nos habían pertenecido. Su calma e impasibilidad contrastaban enormemente con el nerviosismo del raso de la ametralladora. Con un gesto le ordenó que se estuviera tranquilo al tiempo que hizo una señal para que nos volviéramos a sentar. Así lo hicimos.

»Entre el instante de la intervención del sargento y el comienzo de los preparativos del soldado transcurrieron unos tres minutos. Durante ese lapso tuve por seguro que nos iban a fusilar. ¿Cuáles fueron mis emociones? ¿Qué pensamientos cruzaron por mi mente?

»De una cosa estoy seguro. Frente a la inminencia de lo irremediable no existe ni el valor ni la cobardía. Estoy seguro de que si el soldado tira el gatillo, como tenía la convicción de que lo haría, los testigos de aquel hecho hubieran dicho que todos morimos valientemente. Sin embargo ¿Hubiera sido un gesto de valor morir sin un grito de protesta? ¿Sin una expresión de rebeldía?» (1)

Tulio Arvelo se preguntaba en esos momentos si la calma que conservaban frente a lo que consideraban inevitable era de resignación o de esperanza. En el fondo todos esperaban que sólo se tratara de una de esas farsas que montaban tan a menudo los guardias de la bestia, un fusilamiento de mentirillas, una cruel tortura sicológica.

Se sorprendió a sí mismo en algún momento mirando el cielo que nunca le había parecido tan azul y luego se preguntaría por qué le había prestaba atención a ese detalle en aquellas circunstancias tan aciagas. En realidad se despedía de aquel cielo que nunca le había parecido tan luminoso, se despedía inconscientemente de la vida, del mundo que pensó se estaba acabando para él. De eso estuvo convencido cuando el guardia raso repitió su pantomima, si acaso era pantomima.

«Al poco rato de estar sentados y en una espera cuyo motivo desconocíamos, se presentó de nuevo el soldado de la ametralladora e intentó repetir la escena anterior. Volvió a ordenar que nos pusiéramos en pie y que los campesinos desalojaran el espacio colocado detrás de nosotros. Cuando nos disponíamos a obedecer, el sargento volvió a intervenir; pero esta vez con energía en la voz dijo al nervioso soldado: “Estese tranquilo Castillo y no moleste más a esos hombres”» (2)

La llegada providencial de la primera autoridad civil puso fin al estado de incertidumbre en que se encontraban los prisioneros. Se trataba del síndico de Luperón que llegó al lugar pavoneándose, jactándose de que la noche anterior el querido jefe, la misma bestia en persona, había estado en el pueblo. Eran palabras de orgullo por haber tenido el honor y seguramente el pavor de haber estado en presencia del perínclito. La bestia lo habría mirado y saludado o a lo peor ni siquiera habría reparado en él, pero su gracia lo había inundado y se sentía feliz y realizado. Se sentía iluminado, casi en estado de gracia, como si hubiera asistido a una revelación. A Tulio Arvelo le pareció que agradecía en el fondo de su alma a los prisioneros por haber propiciado el maravilloso encuentro. En todo momento se mostró cordial y contento. Parecía considerarlos menos como prisioneros que como benefactores. Mostraba una actitud receptiva, condescendiente, incluso reconfortante para los prisioneros. Se sentía eufórico. Dejaba leer su complacencia como un libro abierto. Su extrema disponibilidad y amabilidad.

«Creo que esa actitud receptiva del síndico fue lo que movió a Horacio a decirle: “Dígale a Trujillo que yo quiero hablar con él”.

»Esas palabras fueron pronunciadas en un tono que impresionó a las autoridades tanto civiles como militares. De tal manera que desde ese momento el trato que recibimos podría calificarse hasta de cordial. El servilismo que imperaba frente al tirano era de tal naturaleza que aquellos infelices servidores del régimen no se atrevieron en lo adelante a maltratar ni siquiera de palabra a personas que era seguro que tendrían el privilegio de ser recibidas y oídas por el propio dictador.

»Es indiscutible que cualquiera que hubiera sido la intención de Horacio al hacer esa solicitud, su efecto fue de gran beneficio dentro de nuestra precaria situación.

»Después de la llegada del síndico y de otros funcionarios comenzó nuestro traslado hacia el poblado de Luperón» (3)

(Historia criminal del trujillato [134])

Notas:

(1) Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”, pos. 193,194
(2) Ibid., p. 195
(3) Ibid., p.196. l

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