(un cuento para los niños de Gaza)

El obix es un ave de ascenso y descenso vertical. Sube lentamente en forma de globo, como ciertos aviones de geometría variable, y luego despliega lentamente las alas y empieza a planear plácidamente. Vuela hacia donde se le antoje, sin rumbo fijo. Cuando se cansa, si acaso se cansa alguna vez, recupera la forma de globo para dormir o descansar, un globo en forma de hamaca, y se oculta y se acomoda en algún manto de mullidas nubes y medita u holgazanea o se pone a contar las estrellas, a dialogar con los astros. Se alimenta del agua de las atmósfera, el agua más pura del mundo, y de los insectos que atrapa, los insectos más limpios del mundo. De modo que casi no necesita bajar a tierra y no baja más que cuando le resulta indispensable, casi nunca. Ni siquiera cuando está enfermo. Ni siquiera para morir.

Cuando siente que le está llegando la hora se encierra herméticamente en su plumaje encantado e inicia el ascenso. Sube cada vez más hacia el espacio infinito y se va poniendo azul, todo azul, mientras escucha a lo lejos una música dulce y empieza a soñar un sueño que pensaba que no retornaría jamás.

A la plácida hora de morir escucha pues una suave melodía pintada de azul y todo se pinta de azul, las alas y el pico se pintan de un dulce azul celeste, y siente de improviso que el viento lo eleva en un rapto dichoso, se lo lleva a pasear entre nubes de tul, y se eleva más alto en la noche encantada, más alto en el cielo, más alto en el sol, en el azul infinito pintado de azul, cada vez más arriba hasta fundirse finalmente en el éter, en el dulce más allá que también es un sueño y una melodía pintados de azul.

Además al obix le encanta viajar, es un pájaro curioso y por la misma razón es viajero. Una vez cada cuatro años los obixs se reunían en un lugar maravilloso de Palestina, pero esa tierra les fue usurpada a sus legítimos dueños por un pueblo canalla que los mantiene en estado de humillación. Ahora se reúnen en Ítaca, la isla donde todos los viajes comienzan y terminan, el final y comienzo de todo viaje, de toda aventura. Pero su sed de viaje no se agota. Siempre están deseosos, como quería el poeta Julián del Casal, de “Ver otro cielo, otro monte, / otra playa, otro horizonte, / otro mar, / otros pueblos, otras gentes / de maneras diferentes / de pensar.”

Se dice que son oriundos del mediterráneo, esa zona tan característica que tiene una luz y un olor tan especial de Algeciras a Estambul, y hacia esa zona se dirigen cuando van a aparear.

La época de celo y apareamiento es la más difícil, pues el obix macho no vuela. Apenas camina y la mayor parte del tiempo duerme o vegeta, De hecho, el obix no da un golpe, ni siquiera de barriga. Vive deambulando por los barrios bajos, viviendo del milagro cotidiano como García Márquez en París cuando era pobre y creo que también indocumentado. Además el obix macho es escaso. Por eso se le tiene en mucha consideración. Para peor, el sexo en sí no le interesa, más bien le tiene terror. Hay que llevarlo a la fuerza hasta el lugar en que se encuentra la hembra en su especie de globo hamaca y de inmediato empieza a chillar. La hembra lo sujeta con unos hilos de araña, lo envuelve como un andullo para que no se vaya a desamarrar y saltar y empieza de inmediato a cortejarlo y el macho a chillar de nuevo. Puede pasarse días chillando, haciendo caso omiso a las insinuaciones de la hembra. Aquella cosa peluda que de tan buena ganas se le ofrece le parece que lo quiere devorar y finalmente lo devora, en sentido figurado. Lo deja flaco, desplumado, aruñado, estropeado, esmirriado, sin fuerzas, destartalado.Y en esas condiciones la hembra lo obliga a permanecer a su lado durante el período de gestación y a empollar los huevos. Tres meses permanece sin moverse y sin chistar y en ese período empiezan a intimar. La hembra lo alimenta, lo asea, lo acicala y en la medida en qué pasa el tiempo se va convirtiendo en una criatura hermosa, con un plumaje casi tan frondoso como el de su pareja. Cuando llega el momento de la eclosión ayuda a nacer a los polluelos, dispone de las cáscaras de los huevos y los excrementos y mantiene el nido en condiciones impecables, todo un modelo de limpieza. Entablan, poco a poco, relaciones inmejorables en aquel nido de amor que es un globo en forma de hamaca, bromean, juguetean, enseñan buenos modales a las crías, se convierten en una familia feliz.

Al cabo de un año los pequeños abandonan el nido, se despiden alegremente de los padres, que se quedan mirándolos hasta que se pierden entre las nubes. En ese momento el obix macho mira a la hembra y ve algo que no le gusta en sus ojos, recapacita, entiende que sus tareas han terminado, que ya no sirve para nada. Su corazón se llena de terror y empieza de nuevo a chillar como el primer día. Pero la hembra, su dulce compañera durante un año y tres meses, no tendrá piedad. Lo mira con unos ojitos divertidos, lo acicala por última vez, lo acaricia, le da comida en la boca y lo arroja suavemente del nido. Sonríe divertida al escuchar los aullidos de terror del macho que se despeña al vacío, sigue sonriendo mientras los chillidos se pierden a lo lejos. Extrañamente, los chillidos vuelven a cobrar al poco tiempo mayor intensidad y parecen ir en ascenso. Pero se han convertido en chillidos de felicidad. Los chillidos de felicidad del macho que, después del necesario aprendizaje, en la caída se convierte en hembra y asciende ahora en forma de globo.

El obix, como se sabe, es un ave de ascenso y descenso vertical. Sube lentamente en forma de globo, como ciertos aviones de geometría variable, y luego despliega lentamente las alas y empieza a planear plácidamente. Vuela hacia donde se le antoja, sin rumbo fijo. Cuando se cansa, si acaso se cansa alguna vez, recupera la forma de globo, un globo en forma de hamaca, se oculta y se acomoda en algún manto de mullidas nubes y duerme o holgazanea o se pone a contar las estrellas, a dialogar con los astros…

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