Detrás de la foto, en la lejanía, había una luz, un resplandor que quería ser mancha o desgaste del tiempo

Aquella foto de finales del siglo pasado fue la clave para que Leonardo pudiera entender el tiempo y poder viajar a su gusto a la época que quisiera, aunque prefería siempre hacerlo a la que indicaba la foto, envuelto en la mayor confusión.

La foto tenía 30 años y sus colores se habían ido casi por completo como cuando el pelo no resiste la quimio y el único que podía nombrar a todos de izquierda a derecha, o al revés, era él.

Aquel momento fue el principio de sus viajes. Sophia que era la del medio tenía 9 años. Él la miraba con una sonrisa y ella le respondía con voz de café como si fuese un intercambio sobre una mesa de ping pong. Siempre con un listado de sus últimos libros leídos que ella entregaba semanalmente a Monsieur Thomas K. para ser llevados a impresión.

Karl posaba detrás con sus dos manos sobre los hombros de su padre, quizás un gesto de posesión eterna después de haber cumplido 11 años, casi al mismo tiempo que Harry Potter. Le dio la mano, ambas marcadas por viejas manchas que no cedían a la gasolina; lo abrazó como abrazan los padres, sin prisa y como absorbiendo al hijo a lo profundo de su alma. Dos besos, uno en cada mejilla y otro extra de ñapa, todavía mayor, le devolvieron el habla. Repasaron los museos recién vistos, se rieron, él lo tomaba del brazo para enseñarle sus pinturas en su taller y sus dibujos que probaban que no había dormido la noche entera. A su izquierda un brazo enlazaba a Leo. Su madre había querido que llevara el nombre de guerra de su padre.

Cuando Léonard oyó el toque en la puerta, con la misma entonación del bolero de Ravel, corrió a abrirle, no podía ser nadie más, y este no se lo echó encima porque había construido una musculatura que lo superaba por todos los lados. Ya no era el chiquitín de la foto sobre sus hombros mostrando sus bíceps. Estaba tratando de musicalizar la biografía de Nietzsche. Él miró en el espacio de su salón con ojos de pez y atrapó las cinco guitarras de reojo, las que afirmaban el afán de hacer música la vida de aquel genio tomado por loco, como al final lo fue y como afirman los que lo odian.

Los estantes estaban repletos de libros cuando la Filosofía no lo dejaba dormir, de discos de todo tipo de música incluyendo Heavy Metal que no lo perturbaba en lo más mínimo y no le quitaba el sueño.

A su derecha, más allá de todos, inclinando la cabeza hacia el padre para evitar que el click lo evitara, Plablosky sonreía… una sonrisa que se convirtió en su identidad más que las huellas de sus pulgares o el tono de su voz, que era mitad palabras y mitad carcajada.

Detrás de la foto, en la lejanía, había una luz, un resplandor que quería ser mancha o desgaste del tiempo. Ni una cosa ni la otra, pero ni él padre ni sus hijos han podido descifrar. Se distingue apenas, sobre el cielo, una nube larga, como la estela de un avión mucho más que un cirro aislado. Dentro de la nube, una sobra redonda.

Ninguno recuerda el momento preciso en que se tomó aquella fotografía desteñida, pero tampoco quién la tomó. En principio pensaron que era del cumpleaños de alguno, lo que la misma foto desmintió con una marca que, aunque borrosa, indicaba el preciso momento en que fue tomada: 13 de mayo de 1995. Ninguno tampoco cumplía años en esa fecha ni siquiera en los días próximos pasados o futuros que hubiese podido servir, en caso de que la celebración fuese posible.

Madre del viajero, Viajero con seis años y con zapatos y Viajero con 50 años.

Hoy, cada encuentro constituye un viaje al pasado sabiendo que el año próximo este momento será recordado y apreciado como una reunión a través del tiempo.

Leonardo, que fue el seudónimo usado en la época de clandestinidad en tiempo de la dictadura, recuerda las torturas, persecución, amenazas telefónicas “…ya sabemos dónde vives hijoeputa” y, cuando los muchachos entraron por puertas misteriosas de una cueva que se cerraban y desaparecían con sus pasos.

Su ruta, que dura menos de cinco horas, lo deja allá, exactamente donde se tomó la foto, los oye correteando por el patio, escondiéndose en el taller, montando bicicleta. El corre, pierde su partido más importante frente a la casona y se marcan los goles a través de dos estacas que hace de portal… celebran juntos. Leo ha ganado de nuevo. Era un partido uno contra uno y cada cual era once. Los árboles de “tremblé” aplaudían en silencio como si imitara a los “chachases” de su lejano Santiago. El “orignal”, alias arce, único espectador sale del bosque al galope, frena ante ellos y se desvía hacia la cortina de hojas de los matorrales.

La ruta se interpone, todo se borra, vuelve el suelo natal, sembrado de recuerdos que nadie conoce. 3/4 partes de las cosas que lo rodean no existen, ha entrado por la puerta equivocada, aquella que no tiene las dimensiones de su foto.

Gato del viajero.

Opinión
Hoy, cada encuentro constituye un viaje al pasado sabiendo que el año próximo este momento será recordado y apreciado como una reunión a través del tiempo”.

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