El salón de billar no era un simple salón de billar. Era un centro de recreo, el club social, el mentidero donde la gente se enteraba de todas las noticias y chismes. Además parecía ser el único lugar del pueblo en el que había una radio. Allí se congregaba la gente todas las noches para escuchar «la transmisión radial del campeonato de béisbol». No había nada más importante en el pueblo que la transmisión del juego y el billar. Y el billar estaba ahora inutilizado. Faltaban las bolas blancas y una roja. La roja no tenía mayor importancia, se hubiera podido jugar sin ella. Pero las blancas son imprescindibles. La bola blanca, la que llamamos mingo, es la que se golpea con el taco, la que choca con las demás y las mete en las troneras, en esos agujeros que se encuentran en las bandas y esquinas de las afelpadas mesas de billar.

«Un grupo de hombres jugó a las cartas en la mañana y antes del almuerzo hubo una afluencia momentánea. Pero era evidente que el establecimiento había perdido su atractivo. Sólo al anochecer, cuando empezaba la transmisión del béisbol, recobraba un poco de su antigua animación».

El salón de billar ahora languidecía y el lánguido pueblo empezaba a relanguidecer con el billar. Mejor hubiera sido que hubiera cogido fuego la iglesia.

Ana, la mujer de Dámaso, sale en busca de noticias y la noticia está en todas partes, pasa de boca en boca, se transforma y se deforma. Se enriquece con nuevas pinceladas.Todo el mundo tiene algo que decir y lo dice sin tapujos. La vida del pueblo, un pueblo de carne y hueso, empieza desfilar ante nuestros ojos.

«No se hablaba de nada distinto en el pueblo. Ana tuvo que escuchar varias veces, en versiones diferentes y contradictorias, los pormenores del mismo episodio. Cuando acabó de repartir la ropa, en vez de ir al mercado como todos los sábados, fue directamente a la plaza.

»No encontró frente al salón de billar tanta gente como imaginaba. Algunos hombres conversaban a la sombra de los almendros. Los sirios habían guardado sus trapos de colores para almorzar, y los almacenes parecían cabecear bajo los toldos de lona. Un hombre dormía desparramado en un mecedor, con la boca y las piernas y los brazos abiertos, en la sala del hotel. Todo estaba paralizado en el calor de las doce.

»Ana siguió de largo por el salón de billar, y al pasar por el solar baldío situado frente al puerto se encontró con la multitud. Entonces recordó algo que Dámaso le había contado, que todo el mundo sabia pero que sólo los clientes del establecimiento podían tener presente: la puerta posterior del salón de billar daba al solar baldío. Un momento después, protegiéndose el vientre con los brazos, se encontró confundida con la multitud, los ojos fijos en la puerta violada. El candado estaba intacto, pero una de las argollas había sido arrancada como una muela. Ana contempló por un momento los estragos de aquel trabajo solitario y modesto, y pensó en, su marido con un sentimiento de piedad.

»—¿Quién fue?
No se atrevió a mirar en torno suyo.
»—No se sabe —le respondieron—.
Dicen que fue un forastero.
»—Tuvo que ser —dijo una mujer a
sus espaldas—. En este pueblo no hay
ladrones. Todo el mundo conoce a todo el mundo.
»Ana volvió la cabeza.
»—Así es —dijo sonriendo. Estaba empapada en sudor. A su lado había un hombre muy viejo con arrugas profundas en la nuca.
»—¿Cargaron con todo? —preguntó ella.
»—Doscientos pesos y las bolas de
billar —dijo el viejo. La examinó con una atención fuera de lugar—. Dentro de poco habrá que dormir con los ojos abiertos.
»Ana apartó la mirada».

«En este pueblo no hay ladrones», había dicho alguien, el culpable tenía que ser alguien de fuera, un forastero, y si era un negro, mejor. De hecho, ya había un sospechoso. El mismo «Dámaso pensó en el forastero que no había visto nunca y por un instante sospechó de él con una convicción sincera».
Al negro lo encontraron en el cine mientras Dámaso veía una película de Cantinflas y se llevó tremendo susto:

«De pronto, las imágenes de la pantalla palidecieron y hubo un estrépito en el fondo de la platea. En la claridad repentina, Dámaso se sintió descubierto y señalado, y trató de correr. Pero en seguida vio al público de la platea, paralizado, y a un agente de la policía, el cinturón enrollado en la mano, que golpeaba rabiosamente a un hombre con la pesada hebilla de cobre. Era un negro monumental. Las mujeres empezaron a gritar, y el agente que golpeaba al negro empezó a gritar por encima de los gritos de las mujeres: “¡Ratero! ¡Ratero!”. El negro se rodó por entre el reguero de sillas, perseguido por dos agentes que lo golpearon en los riñones hasta que pudieron trabarlo por la espalda. Luego el que lo había azotado le amarró los codos por detrás con la correa y los tres lo empujaron hacia la puerta. Las cosas sucedieron con tanta rapidez, que Dámaso sólo comprendió lo ocurrido cuando el negro pasó junto a él, con la camisa rota y la cara embadurnada de un amasijo de polvo, sudor y sangre, sollozando: “Asesinos, asesinos”. Después encendieron las luces y se reanudó la película».

El negro no tenía nada que ver con el robo y la policía lo sabía y lo sabía una prostituta con la que Dámaso se había acostado. Sólo Dámaso, al parecer, alberga ciertas dudas:

«—Todo el mundo se va para el puerto —dijo.
»Dámaso tuvo la sensación de no haber dormido más de una hora en toda la noche.
»—¿A qué?
»—A ver al negro que se robó las bolas —dijo ella—. Hoy se lo llevan.
»Dámaso encendió un cigarrillo.
»—Pobre hombre —suspiró la muchacha.
»—Pobre por qué —dijo Dámaso—. Nadie lo obligó a ser ratero.
»La muchacha pensó un momento con la cabeza apoyada en su pecho. Dijo en voz muy baja:
»—No fue él.
»—Quién dijo.
»—Yo lo sé —dijo ella—. La noche que se metieron en el salón de billar el negro estaba con Gloria, y pasó todo el día siguiente en su cuarto hasta por la noche. Después vinieron diciendo que lo habían cogido en el cine.
»—Gloria se lo puede decir a la
policía.
»—El negro se lo dijo —dijo ella—. El alcalde vino donde Gloria, volteó el cuarto al derecho y al revés, y dijo que la iba a llevar a la cárcel por cómplice. Al fin se arregló por veinte pesos.»
Al negro se lo llevaron en una lancha con «las muñecas amarradas a la espalda con una soga (…), sin camisa, el labio inferior partido y una ceja hinchada, como un boxeador». Lo subieron al techo de la lancha, «amarrado de pies y manos a un tambor de petróleo». Sólo conservaba intacta su dignidad, «una dignidad pasiva».
«—Pobre hombre —murmuró Ana.
»—Criminales —dijo alguien cerca de ella—. Un ser humano no puede aguantar tanto sol.
»Dámaso localizó la voz en una mujer extraordinariamente gorda, y empezó a moverse hacia la plaza.
»—Hablas mucho —susurró al oído de Ana—. Lo único que falta es que te pongas a gritar el cuento.»
La policía sabía que no era culpable, pero el negro tenía la culpa escrita en el color, había nacido culpable de ser negro.

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