La acción transcurre en Birmania, en la parte sur de Birmania, durante la época en que fue colonia británica (1824-1948). El narrador, un oficial de la policía aburrido y desencantado, un alter ego de Orwell, describe la situación con tintes sombríos:
«En Moulmein, en la baja Birmania, fui objeto de odio por parte de gran número de personas. Ha sido la única vez en toda mi vida en que he sido tan importante como para que me sucediera una cosa así».
La gente lo odia por lo que representa, odia al imperio británico:
«Yo era el oficial de policía de la subdivisión responsable de la localidad, y, aunque de un modo difuso y mezquino, eran entonces muy agrios los sentimientos contrarios a los europeos. Nadie tenía agallas suficientes para alzarse en rebeldía abierta, pero si una mujer europea iba sola a pasear por los bazares, lo más probable era que alguien le lanzara un escupitajo de jugo de betel ensuciándole el vestido. Como oficial de policía, yo era diana evidente de ese odio y, siempre que no hubiera riesgo para el provocador, víctima de un constante hostigamiento. (…) Al final, las caras burlonas y aceitunadas de los jóvenes que me salían al paso en cualquier parte, los insultos con que me increpaban cuando estaban a distancia segura, terminaron por atacarme los nervios muy en serio. Los jóvenes monjes budistas eran de largo los peores. Eran varios miles los que había en la ciudad y ninguno parecía tener otra cosa que hacer, aparte de plantarse en las esquinas a mofarse de los europeos».
Orwell nació en la India británica, en 1903, con el nombre de Eric Arthur Blair y fue policía en Birmania. Su madre era de ascendencia francesa, nacida en Birmania, su padre había sido un alto funcionario del imperio, y uno de sus antepasados había sido dueño de esclavos en Jamaica. Él cambiaria su nombre y apellidos y se convertiría en un feroz crítico del despotismo. Lo que cuenta en muchos relatos no es necesariamente autobiográfico, sino más bien vivencial. Igual que el oficial de esta historia también odiaba su trabajo y detestaba al imperio, simpatiza con el pueblo birmano:
«Todo esto era desconcertante y perturbador. Porque en ese momento ya había decidido que el imperialismo era algo malo y que cuanto antes dejara mi trabajo y me marchara, mejor. En teoría —y en secreto, por supuesto— estaba totalmente a favor de los birmanos y en contra de sus opresores, los británicos. En cuanto al trabajo que desempeñaba, lo odiaba con más amargura de la que quizás pueda expresar. En un trabajo así se ve de cerca el trabajo sucio del Imperio. Los miserables prisioneros acurrucados en las pestilentes jaulas de los calabozos, los rostros grises y acobardados de los convictos de larga condena, las nalgas marcadas de los hombres que habían sido azotados con bambúes; todo esto me oprimía con una intolerable sensación de culpa. Pero no podía poner nada en perspectiva. Era joven y poco educado, y había tenido que resolver mis problemas en el silencio absoluto que se impone a todo inglés en Oriente».
El oficial tiene, pues, sentimientos encontrados, sufre sus contradicciones. Sabe que es un instrumento de un régimen de opresión, pero también sueña con vengarse de aquellos que lo someten diariamente al escarnio y en el fondo también los desprecia. No deja de ser un soldado del imperio:
«Todo cuanto alcanzaba a saber con claridad es que estaba atrapado entre mi odio contra el imperio a cuyo servicio trabajaba y mi ira contra el espíritu malvado de las bestezuelas que trataban de hacerme la vida imposible. Una parte de mi ánimo consideraba el Raj Británico como una tiranía de la que era imposible huir, algo cerrado a cal y canto, in sœcula saeculorum, impuesto sobre la voluntad de los pueblos postrados; con otra, pensaba que la mayor alegría del mundo sería seguramente clavarle una bayoneta en las entrañas a un monje budista».
Las ideas del narrador son explícitas. No oculta su antipatía por el militarismo, el imperialismo, los regímenes despóticos. Sabe que deforman la mente y los pensamientos, que lo que ocurre a su alrededor es producto de circunstancias que escapan a su control. El ser humano está atrapado entre sus principios y sus obligaciones, entre las cosas que desea hacer y las que se ve obligado a hacer.
Un mal día, al oficial lo llama por teléfono un subinspector birmano para decirle que un elefante había escapado y estaba haciendo daño y le pide amablemente que fuera al lugar de los hechos a ver si podía hacer algo.
«No era, obviamente, un elefante salvaje, sino domesticado, que se había vuelto loco. Había sido encadenado, como sucede con los elefantes machos domesticados cuando se espera que les sobrevenga el consabido ataque de locura más o menos pasajera que por aquellas tierras llaman must, pero la noche anterior había roto la cadena y había escapado».
El oficial no tiene, en principio, la intención de hacerle daño al valioso animal. Pero cuando sale en su búsqueda se le acercan varios birmanos que le hablan «de las fechorías del elefante», que estaba acabando con todo lo que se le ponía en el camino. Más adelante, en una aldea miserable, encontrarán un cadáver:
«Rodeé la choza y vi el cadáver de un hombre aplastado de manera grotesca en el barro. Se trataba de un indio, un culí negro, dravidiano, semidesnudo, muerto hacía pocos minutos. Los testigos decían que el elefante lo había atacado de manera súbita cerca de la choza; lo atrapó con su trompa, le puso una de sus patas en la espalda y lo apretó contra el suelo, arrastrándolo. Era la estación de lluvias, la tierra estaba suave y había abierto con su cara una zanja de un pie de profundidad y un par de yardas de largo. Yacía sobre el abdomen con los brazos en cruz y la cabeza doblada hacia un lado. Su rostro estaba cubierto de fango, con los ojos abiertos, y los dientes desnudos, con una expresión de insoportable agonía. (A propósito, nunca me digan que los muertos lucen en estado de paz. La mayoría de los cadáveres que he visto reflejaban el espanto de la muerte). La fricción de la enorme pata de la bestia había rasgado la piel de su espalda tan limpiamente como se puede despellejar un conejo. En cuanto vi al muerto, envié a un ordenanza a casa de un amigo cercano a pedirle prestado un rifle para elefantes».
Ahora las cosas comienzan a cambiar. El ordenanza volvió con el rifle y cinco cartuchos y al poco tiempo encuentran al animal. Todavía el oficial no está convencido de la necesidad de matar al elefante, pero a su alrededor se ha congregado una multitud y el oficial siente la presión. Por primera vez se ve a sí mismo con sus propios ojos:
«Allí estaba yo, el hombre blanco con su arma, de pie frente a una multitud de nativos desarmados —un aparente actor principal; que en realidad era una marioneta absurda, empujada de aquí y allá por la voluntad de aquellas caras amarillas detrás suyo—. Percibí en ese momento que cuando el hombre blanco se vuelve un tirano es su propia libertad la que destruye. Se convierte en una suerte de muñeco vacío, la figura convencional de un sahib. Porque su poder está condicionado a que malgaste su vida tratando de impresionar a los “nativos”, de modo que en cada crisis deba hacer lo que ellos esperan de él. Usa una máscara, y su cara debe crecer para alcanzar su talla. Me había comprometido a matar el elefante cuando mandé a buscar el rifle».