Michel Servet tomó parte activa en la reforma protestante, se entregó en cuerpo y alma, se embarcó, de hecho, en esa tarea, con tanto celo, tanta pasión, tanto entusiasmo y tal amplitud de miras que terminó ganándose el repudio de los católicos y de los protestantes. Sólo a él se le hubiera ocurrido escribir una cristología (“un estudio o tratado de todo lo relacionado con Jesús”) en el que negaba e irrespetaba la Trinidad. Nada menos que la Santísima Trinidad.

El dogma de la Santísima Trinidad, según Servet, no se fundamenta en las sagradas escrituras, es un producto de elucubraciones y fantasías. Jesús no forma parte de ella porque la Trinidad no existe, la Santisima Trinidad es una especie de “perro Cerbero de tres cabezas», la componen «tres fantasmas». Los que creen en ella son «ateos, es decir, sin Dios», son «triteístas», creen en tres dioses, son politeístas.
El Espíritu Santo, por otro lado, no es una persona diferente de Dios, es la misma emanación y poder de Dios. Y además —se atreve a decir Servet—, Jesucristo no es eterno…

«Entre tanto, han comenzado los atroces preparativos. Ya han amontonado la madera en torno al palo. Ya suenan las cadenas de hierro con las que habrá de ser colgado Servet. El verdugo ha atado ya las manos al condenado. Entonces Farel vuelve a acercarse a Servet, quien en voz baja gime “Oh, Dios, Dios mío”, y le grita estas terribles palabras: “¿No tienes nada más que decir?” Este hombre, en su fanatismo, aún espera que, al ver el lugar en el que va a ser ajusticiado, Servet reconozca la única verdad: la calvinista. Pero Servet responde: “¿Qué otra cosa podría hacer sino hablar de Dios?”

»Defraudado, Farel se aparta de su víctima. Ahora sólo resta que el otro verdugo, el de la carne, lleve a cabo su monstruoso trabajo. Servet, extenuado, es suspendido con una cadena de hierro y atado con cuatro o cinco vueltas de cuerda. Entre su cuerpo aún vivo y la soga que le corta de un modo horrible, los mozos del verdugo meten a presión el libro y el manuscrito que Servet enviara a Calvino sub sigillo secreti, pidiéndole su fraternal opinión. Finalmente, le encasquetan en la cabeza una odiosa corona de pasión, impregnada de azufre. Con estos terribles preparativos termina el trabajo del verdugo. Sólo falta encender el montón de leña, y con ello comienza el asesinato. (1)

La relación entre Servet y las cabezas más visibles de la reforma protestante se volvió cada vez más conflictiva, Servet era un libre pensador, alguien que abogaba por la tolerancia y la libertad de conciencia, alguien que decía:

«… ni con estos ni con aquellos estoy de acuerdo en todos los puntos, ni tampoco en desacuerdo. Me parece que todos tienen parte de verdad y parte de error y que cada uno ve el error del otro, mas nadie el suyo… Fácil sería decidir todas las cuestiones si a todos les estuviera permitido hablar pacíficamente en la iglesia…» (2)

Su concepto del cristianismo se acerca mucho al panteísmo, ve a Cristo en todas las cosas y considera que todas las cosas están llenas de Cristo. Además se opone al bautismo de los niños, como los anabaptistas. El bautismo tiene que ser un acto consciente, no una imposición. La edad correcta para el bautismo es la edad a la que se bautizó Cristo.

A estas altura, Michel Servet ha ganado fama y mala fama. Lo solicitan de todas las hogueras y se ve obligado a llevar una vida de ocultamiento, cambia de nombre, asume nueva identidad para evadir a los inquisidores de uno y otro bando y publica en 1533 la que se considera su obra capital, «La Restitución del Cristianismo», bajo un nombre supuesto: Michel de Villeneuve.

La publicación provoca un escándalo mayúsculo, lo denuncian como el verdadero autor, lo detienen en Vienne, una ciudad francesa, pero logra escapar, aunque lo condenan a muerte in absentia.

Lo que no se entiende es por qué Michel Servet decide viajar a Italia haciendo escala en Ginebra ni por qué se le ocurre visitar la iglesia donde predicaba Calvino. Allí fue reconocido y apresado y luego juzgado, quemado, asado a fuego lento en la hoguera, muy lento:

Lo condenan —dice la atroz sentencia—«Porque su libro llama a la Trinidad demonio y monstruo de tres cabezas; porque contraría a las Escrituras decir que Jesús Cristo es un hijo de David; y por decir que el bautismo de los pequeños infantes es una obra de la brujería, y por muchos otros puntos y artículos y execrables blasfemias con las que el libro está así dirigido contra Dios y la sagrada doctrina evangélica, para seducir y defraudar a los pobres ignorantes».

Te condenan Michel Servet los intolerantes de siempre «a que te aten y lleven al lugar de Champel, que allí te sujeten a una estaca y te quemen vivo, junto a tu libro manuscrito e impreso, hasta que tu cuerpo quede reducido a cenizas, y así termines tus días para que quedes como ejemplo para otros que quieran cometer lo mismo».

Te condenan por haber pensado, por haberte atrevido a pensar, por el peor delito y atrevimiento, por pensar con esa cabeza que Dios, supuestamente el mismo Dios, puso sobre tus hombros:

«Cuando las llamas se elevan por todas partes, el torturado lanza un grito tan horrible que por un momento los hombres que están a su alrededor se apartan estremecidos por el espanto. Pronto, el humo y el fuego envuelven el cuerpo que se arquea en medio del tormento, pero del fuego que devora lentamente la carne surgen sin cesar y de modo cada vez más penetrante los alaridos de dolor del que sufre de modo indecible y, al fin, estridente, el último grito pidiendo ayuda con unción: “¡Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí”. Esta lucha con la muerte, espantosa e indescriptible, dura una media hora. Sólo después se extinguen las saciadas llamas, el humo se desvanece y en el poste requemado, de la cadena al rojo vivo, cuelga una masa negra, humeante y reducida a carbón, una horrenda gelatina que no recuerda nada humano».

»Lo que una vez fuera una criatura pensante y terrestre, que con pasión aspiraba a la eternidad, ha quedado reducido a tan atroz excremento, a una masa tan repugnante y apestosa, que su vista durante tan sólo un instante tal vez hubiera aleccionado a Calvino acerca de la inhumanidad de su arrogante osadía al erigirse en juez y asesino de uno de sus semejantes.

»Pero, ¿dónde está Calvino en este terrible momento? Para parecer indiferente o no herir sus propios nervios, se ha quedado prudentemente en casa. Está sentado en su gabinete de estudio, con las ventanas cerradas, dejando que el verdugo y Farel, su brutal correligionario, se encarguen del atroz asunto. Cuando se trató de localizar, acusar, provocar y llevar a la hoguera al inocente, Calvino, incansable, fue siempre el primero. En la hora de la ejecución sólo se ven mozos de verdugo pagados, pero no al verdadero culpable de haber querido y ordenado este “piadoso asesinato”. Sólo el domingo siguiente, con solemnidad, sube al púlpito envuelto en su negro vestido talar, para enaltecer, ante la silenciosa comunidad, como grande, urgente y legítima una acción que no ha osado presenciar con sus propios ojos». (3)

Notas:

1)Stefan Zweig, «Castellio contra Calvino», págs.146, 147

(2) Servet, De la Justicia…, en Obras completas, Vol. II-1, pág. 481).

(3)Stefan Zweig, «Castellio contra Calvino», págs 147,148

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