Nathalie Vega Soto
Especial para elCaribe
En la obra literaria La mujer del César, José María de Pereda nos lleva a una historia que, aunque se desarrolla en el Madrid aristocrático del siglo XIX, sigue teniendo fuerza en nuestra época. A través de una trama que puede parecer sencilla —el matrimonio entre un abogado íntegro y una mujer de sociedad—, el autor trata cuestiones morales como la honra, las apariencias, la presión social, la fidelidad y el valor de la verdad. El relato transcurre en torno a una situación conocida desde viejos tiempos: no es suficiente con ser honrado, también hay que parecerlo.
Carlos es el protagonista masculino, es un hombre trabajador, orgulloso y profundamente justo. Por el contrario, su esposa, Isabel, es rica y podría mantener el hogar sin que él mueva un dedo, Carlos prefiere mantenerse por sus propios medios, como si le atemorizara que lo tengan como un mantenido.
“Trabajo… cuanto necesito para sostener mi casa a la altura en que la ves” (Pereda, 1875, p. 5), le confiesa Carlos a su hermano. Esa frase muestra su manera de percibir la vida: el respeto por uno mismo está por encima de la comodidad. Incluso cuando la sociedad le da opciones fáciles, Carlos prefiere el camino difícil, y tiene la convicción de que lo más fácil al final del camino sale caro.
Mientras él se sacrifica en su trabajo, Isabel se la pasa por los salones de la alta sociedad, alrededor de gente superficial, derrochadores, arrogantes y vanidosos. Aunque Isabel no es una persona con malas intenciones y tampoco le es infiel a Carlos, tiene una debilidad: el alarde. Le gusta ser admirada, ser la más elegante, eso la lleva a tomar caminos dudosos. Su error más grave no es el engaño carnal, sino aceptar, casi como un capricho, un lujoso aderezo de diamantes que le regala el vizconde del Cierzo, un personaje que simboliza el cinismo y la frivolidad del mundo al que ella pertenece.
Lo más alarmante del caso es que Isabel no acepta ese regalo por amor al vizconde ni por interés económico. Lo hace por despecho, por rivalidad con otra mujer de su círculo, la de Rocaverde. “¡Oh! ¡no digo dos mil duros, diez años de mi vida me hubieran parecido hoy poco para comprar una ocasión como la que se me presenta de humillar la tonta vanidad de esa mujer!” (Pereda, 1875, p. 32). Esta frase resume su verdadera motivación: el deseo de destacarse, de vencer en una rivalidad sin sentido que solo es lógico en el mundo en el que ella está.
Esta escena cambia el rumbo. Isabel no es mala pero tampoco es inocente. Sus ganas de estar en la alta sociedad y aparentar la lleva a ser usada por un hombre como Frasco Pérez, el vizconde del Cierzo, quien ve en ella una conquista que le daría prestigio y honor, es decir interés. Y es que este vizconde no es más que un maniquí bien vestido: superficial, calculador, educado en los garitos y picaderos, y obsesionado con el reconocimiento. De hecho, cuando logra que Isabel acepte el aderezo, se regodea en la idea de que ella le debe algo. “Iré a recogerlas —respondió el vizconde despidiéndose y saboreando el placer que sentía al considerar el arma que en sus manos colocaba Isabel” (Pereda, 1875, p. 32). Este tipo de “arma” no es otra cosa que el chantaje emocional, o social, disfrazado de buenas obras.
El problema moral se agranda aun más cuando entra en escena Ramón, el hermano de Carlos. Él viene del campo, representa el sentido común, la sencillez y la honestidad. Al ver el ambiente en el que está su hermano, se inquieta. Se da cuenta del regalo y de la carta del vizconde, y aunque no tiene evidencias de una infidelidad, lo que ve le basta para angustiarse profundamente. Isabel no se sonroja, no se excusa ni se justifica. Simplemente acepta el aderezo con una sonrisa: “Le esperaba” (Pereda, 1875, p. 34). Para Ramón, esto es incomprensible. No conoce cómo es el mundo urbano, pero sí sabe que hay cosas que no deben pasar, aunque sean legales o incluso algunos lo vean bien.
Aquí es donde la obra llega a su mayor profundidad. No se trata solo de si Isabel es fiel o no. Se trata de cómo una acción aparentemente inofensiva —aceptar un regalo— puede poner en juego la reputación y fama de una persona, la tranquilidad de un matrimonio y la paz de conciencia de un hombre. Porque en esa sociedad, como en muchas todavía hoy, la mujer no solo debía ser honrada, sino también parecerlo. Y si llegaba a fallar en lo segundo, podía arrastrar consigo a su esposo, como si su conducta fuera acondicionada a la suya.
La sociedad que nos da a la vista Pereda está centrada con las apariencias. Solo hay que ver a la marquesa del Azulejo, una mujer que se autoproclama defensora de la virtud pero que vive del chisme, del interés, de las apariencias y de la curiosidad maliciosa. “Curiosa por carácter, y ya en segunda fila por edad, es excusado decir que las mujeres que más brillaban en los salones que ella frecuentaba eran el objeto preferente de su curiosidad” (Pereda, 1875, p. 16). Ella es la clara imagen de una hipocresía colectiva: se exigen virtudes, pero solo mientras estas puedan mostrarse en público en lo íntimo es distinto.
A través de estos personajes, Pereda nos hace pensar sobre lo complicado que es vivir con rectitud en un mundo que valora más lo menos valioso. Carlos, que lo intenta con todas sus fuerzas, termina atrapado entre su deber, su amor por Isabel y su miedo al juicio y críticas de los demás. Isabel, que no ha hecho nada malo, cae en la trampa de las apariencias y se deja envolver por una rivalidad sin razón. Y el vizconde, en su papel de marionetista elegante, solo demuestra que la falta de escrúpulos y valores puede esconderse bajo la más fina educación.
Al leer La mujer del César no simplemente estamos ante una historia bien escrita, con personajes vivos y diálogos interesantes. Es también embarcarnos en una introspección. ¿Cuántas veces hemos juzgado a alguien solo por lo que hace y no por su esencia? ¿Cuántas veces hemos dejado de ser nosotros solo para que nos vean de manera distinta? ¿Y cuántas veces nos hemos callado, como Carlos, por miedo al qué dirán? Son preguntas para reflexionar y pensar en cuántas veces nos dejamos llevar por las apariencias y no por lo esencial. Y tal vez por eso la novela de Pereda, aunque ambientada hace más de un siglo, sigue hablándonos con una claridad inquietante hoy día, cuando cada caso de la obra se ve reflejado en muchas vidas de hoy.
Es una novela que sin duda alguna invito a leer porque trata temas de sociedad y nos hace ver más lo de adentro, nos enseña lo que es juzgar, quedarse callado y no gritar cuando es necesario. l
La autora del artículo es estudiante de la Licenciatura en Lengua y Literatura en la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra (PUCMM).