No conozco un dominicano más ilustre que Pedro Julio y tan desconocido. Con Tomás Hernández se da casi lo mismo y si fuese supersticioso, se lo achacaría a “la maldición de la Sorbona de París”. Ambos cibaeños transitaron sus salones en busca del vellocino de oro y del elixir de la eterna juventud, que consiguieron de un descendiente de David Terniers “el joven”, quien había pintado al alquimista descubridor. Buscaban también los secretos más avanzados que en el país no encontrarían jamás. Tomás, nuestro tamborileño, va a coincidir con Pedro hasta en la vida bohemia que ambos, a su manera, supieron darse, gracias al elixir mencionado.

Pedro Julio impartió sus cátedras en la UASD donde sembró y compartió su sabiduría de agronomía y vida con las generaciones que pasaron por sus aulas. Todo lo que comemos es tierra, jugo de tierra, fermento de tierra, con un trato especial de Botánica y Agricultura.

Aunque nos conocimos desde los finales de los 60, no tuvimos la ocasión de acercarnos por su estadía capitalina y yo por la mía cibaeña, a dos casas de la suya y, mi desaparición en Canadá.
Nos acercó un escrito que hice sobre el pintor Cestero que a él le llamó la atención, habiendo, él mismo, hecho lo mismo. Y me sorprendió con un hermoso texto en Acento que, no niego, me tocó profundamente.

¿Pero cómo se logra eso con alguien, si a este no le importa la crítica y de la vanidad se inoculó desde niño? Sencillamente porque fue un escrito sincero, sin alarde ni ostentación de nada, como hacen los que escriben bien. Y es que Pedro Julio se convirtió en un buen escritor porque no buscaba ni fama, ni gloria ni dinero. Él ejerció el oficio de escribir por placer, como se hace cuando se entiende que es un arte y reúne esas condiciones. Tampoco escribía por payola como hacen muchos culturosos.

Había leído casi todos sus escritos sabiendo que era el hermano de mi caro vecino José Horacio y también porque con él siempre se aprende, que es uno de mis intereses, aparte del vicio inevitable y la manía, de hijo de maestra, de querer saberlo todo, todo, todo. Es una pérdida de tiempo de leer a alguien que no tiene ni idea de lo que escribe. ¡Y Mao tenía razón!

Se disfruta de la lectura cuando hay cosas por aprender, curiosidades que satisfacer, saborear el armazón de las frases, más que averiguar quién mató al siniestro perseguido por Holmes, Hércules Poirot, Carvalho o Yakob Shtolman.

Solo hasta hace poco pude entender completamente y desvelar el misterio de su profundidad. Porque no es lo mismo sospechar e instuir que constatar.

Hace poco me llamó José Horacio…

-Chepe, ven a buscar unos libros que te dejó Pedro. Más que halagado, sorprendido y agradecido, Pedro Julio me dejó el mensaje más que claro, de una inmensa amistad que tuvo escenario en pocos contactos. Su visita a mi casa, unas cuantas llamadas y el entendimiento y admiración mutua que se eternizó a pocos meses de partir.

Su gesto final, con el regalo de tantos libros hermosos, no solo significan para mí el banquete que me estoy dando, es principalmente la prolongación de esa amistad que nos unirá espiritualmente en el mismo sendero del mundo de la cultura, de la literatura.

De la misma forma que se adivina en Tomás Hernández que transitó por los caminos y sobre los pasos de Baudelaire, Champfleury, Balzac, Dumas, Dostoeiski, Chelhov, Proust, Proud’hom, Marx, Max Jacob, igualmente se advierte que Pedro Julio era un lector incansable, de un gusto cultivado en los mejores libros, los grandes museos del mundo, las calles de las ciudades importantes. Ese trotamundismo de Pedro Julio también es un elemento común a Tomás y es quizás el ingrediente mayor para crear su propia filosofía que, entre los rasgos más visibles, era justamente su invisibilidad.

¿Qué no sabía Pedro Julio de la vida que él no hubiese descubierto? Y si no era él, se lo contaron con detalles desde Fromm a Zafón, la Elena Paniatowska se lo había susurrado cuando se quedaba dormido con sus páginas abiertas, o Montalvan, que ponía a Carvalho a resolver enigmas o Phillip Roth, Truman Capote a pesar de descubrir que más que sangre fría, tenía escarchas entre sus venas. ¿Qué le dijo Stefan Zweit que lo obligó a oírlo desde su primera página a la última? ¿Qué le creyó Pedro Julio a Zoé Valdez y a Cabrera Infante en sus resentidas narraciones llenas de odio? ¿O simplemente fueron parte de su curiosidad literaria plural?

¿Qué se leía en su rostro? Todos los rostros hablan sin decir una sola palabra. Hay aquellos en que sabemos que no se puede confiar nada, otros nos dicen la miseria humana que cargan, las pretensiones, las falsas poses y la vanidad. Otros portan una máscara que pretende presentarlos como lo que no son y nunca lo serán. Por más que digan y embarren pintura, no serán pintores y menos artistas. La Historia y La Verdad, no perdonan.

En Pedro Julio se leía una calma de monje tibetano, una reencarnación de James Joyce, una seguridad en sí mismo más que infinita y una enorme satisfacción de la vida. Por supuesto que no tenía que demostrarle nada a nadie. Sus libros fueron su elixir.

Había dicho que mis mejores amigos son los que me cuentan sus vidas, sus cuentos e historias en sus libros. Conocer un escritor es oírlo en sus escritos, su voz grave o aguda, sus pautas. O como en el caso de Fidel, como si oyeras sus discursos en la Plaza que te obliga a leerlo con todas las reglas de su oratoria. Con los libros de Pedro Julio es como si fuese él quien me los leyera. En sus guías por Estambul, me parece oírlo decir “estas calles son las mismas que se ven en la novela Ezel y en Karadayi”. O, aquí hay más mezquitas interesantes que la Santa Sofía. O, “mira qué curioso, Budapest está cortada por el Danubio y en un lado está Buda y del otro Pest”. Y me rio de la curiosidad porque parece un chiste malo.

No se me borra su presencia en la galería de su casa, parado, serio, pensativo… Y ahora sé que era recordando los inicios del barrio, la siembra de los laureles en la avenida, el framboyán del frente a Caimares, a Burrolote entrando en su casa de al lado donde luego vivió Miriam Polanco y Sigifredo (o Sigfredo?) y donde yo encontré, debajo del piso, un casco de buzo que había hecho don Mariano, el papá de Plutarco, cuando el oro se encontraba en el Yaque “poi baisa”. Pensaba también en la ceiba de la bomba, a la izquierda de su horizonte cercano; los personajes idos, los que se momizaban, su hermana Maritza con la sonrisa de una orixa, su hermano Ramón tan parecido y tan distinto, la lluvia, el pito de los bomberos , el desesperado grito del dulcero Veganito, las mismas marchantas que venían desde Jacagua con los mismos mangos colones que él se había comido y dejado la semilla blanca y pelá; el Chichí Patica, que encontró la fórmula o la receta; el trotar del caballo y el fuete del cochero, las piedras en el zinc de Tomás Peña. Esos eran los recuerdos presentes en sus escritos, mezclados con la filosofía de Baruch Spinoza y sus dudas sobre la existencia de Dios. Y cómo todo eso explica su vejez que no sentía porque la vida epicuriana es eterna.

Entiendo ahora a Pedro Julio desde Javier Reverte, Christopher Isherwood, Antonio Gala, Carlos Monsivais, Saramago, Ortega y Gasset, Allan Poe, Pasolini, Vladimir Nobokov, Mishima, Hemingway…

Lo confirma también su escrito sobre sus lecturas en la pandemia “…completaban la docena “Faulkner y Nabokov” de Javier Marías; “Así empezó lo malo” del mismo autor y “Mrs. Hemingway en París” de Paula Mclain. Para el día 20 de abril todos habían sido devorados-2 con 650 páginas y 1 con 530- y al quedarme ansioso le encargué al colega Marcos Cabrera pedirme por Amazon una obra de Milan Kundera cuyo título y favorable crítica me tienen en inquieta espera; se llama “La fiesta de la insignificancia…”
Y eso le permitía contar mejor sus recuerdos del Parque Enriquillo, el Roxy Bar, el restaurante de Mario, el cine Diana, las películas mexicanas, los condiscípulos y los barrios de su Santiago, sus amigos de siempre Lourdes Tavares, Josefina Balcácer. Su identificación con la cultura y su alegría cuando nombraron al amigo Lincoln López (Ele Ele), desconsiderado por la ignorancia ratera del Ministerio de Cultura. Su vuelta a donde su hermano.

Pedro Julio se llevó todos los laureles, sin esperar que se lo dieran, porque nunca los dejó, como se llevó Tomás Hernández sus samanes.

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