El trío lo convirtieron en conjunto con piano, más guitarras, tres, más voces

En el último viaje de Barbarito Diez, que culminaba una carrera musical que iba tan lejos como recordar los mambises, coincidimos sobre un avión de Cubana.

Cualquier temblorcito de turbulencia rompía los nervios hasta del mismo piloto, solo con recordar la bomba que Carriles Posada le puso a otro, con el equipo de esgrima completo, algunos años atrás.
Desde aquellos danzones que resonaban en las vitrolas a 78 revoluciones y que luego se mezclaron con las rancheras, tuvimos suerte de aquella invasión musical que después se convirtió en una discusión, más que estéril y peor que aquella del huevo y la gallina, cuando la necedad quiso ponerle un padrastro al son, aun sabiendo que el padre no era otro que Santiago… pero de Cuba.

El son tiene casi la misma historia de todos los ritmos del continente con ingredientes traídos de buena voluntad desde Europa o a la fuerza y por la greña, desde África. Salvo en el sur del continente, donde pudieron sobrevivir tantas etnias.

Cuando esos elementos se sazonaron en el sancocho musical del sur de los Estados Unidos el resultado no podía ser alegre. ¿¡Qué alegría del carajo puede surgir de quien pasa el día recogiendo algodón bajo sol, lluvia, hambre y latigazos¡? Eso era el jazz, pedazos de dolor cantado y tocado con una tristeza de quien es discriminado y tratado como un perro.

En el son no, desde que Nené Manfugás bajó el bongó, el tres, la marímbula, el güiro y la maraca desde el monte a los carnavales en 1892 y luego a La Habana en el 1909 cuando aquí los últimos “revolucionarios” huían en el monte perseguidos por la “Guardia de Mon”.

Eliades Ochoa, Barbarito Diez y Bartolito.

Y quizás la necia discusión y confusión tenga que ver con unas declaraciones de Alejo Carpentier que contaba de una tal Teodora Ginés, negra liberta dominicana, asentada en Oriente. ¿Historia o literatura? ¡Vaya uno a saber!

El son del sexteto Boloña de 1926 y más el del Trío Matamoros es el que alegró las fiestas, cambalaches y guateques campesinos con un ritmo pegajoso, contagioso y alegre. Esa alegría no solo era por los arreglos y compases, también por las historias graciosas que se contaban que le quitaban, a cualquiera, la maldición de la pesadez del trabajo mal pagado o los resabios de los desamores caprichosos ahogados en aguardiente.

Miguel Matamoro con voz y guitarra, Siro Rodríguez con voz y maracas y Rafael Cueto con voz y segunda guitarra tuvieron éxito en aquellos años de lujo, cabarets, casinos y mafia que hicieron de Cuba un garito como lo cantó Carlos Puebla en la Revolución de Fidel. El trío lo convirtieron en conjunto con piano, más guitarras, tres, más voces. Entró Lorenzo Hierrezuelo, Compay Segundo y una voz cuyo eco retumbó en toda América: la de Beny Moré.

En esa evolución, La Familia Valera tiene una vida parrandera que comparte en los barrios de Santiago junto a Eliades Ochoa y tantos que detuvieron el tiempo como lo corroboran los carros antiguos reciclados por la fuerza del bloqueo.

Y el son fue tan acogido y fuerte que hasta nos cambió el gentilicio en el Cibao. Con el “…santiaguera quiéreme a mi, a mi solito, quiéreme a mi, a mi…” ya nadie pudo decirle santiagués a los bailadores de la ciudad de los 30 Caballeros. Somos santiagueros a fuerza de sones de velloneras tocados en barrios, en el corazón del pueblo, con sus chulos, maipiolos y maripositas noctámbulas, como decía Rodriguito en El Suceso de Hoy.

Nos convertimos tan soneros como ellos a tal punto que a “Los Compadres” de allá aparecieron unos “Ahijados” de acá con sones que se hicieron clásicos y en una filosofía popular ciega: “el vaivén”, “el paso de la jaiva”, “Juliana que mala eres”.

Ese repertorio ha sido enriquecido siguiéndole los pasos a Cuco: Bartolito, Cesar Nanúm, Fernando Echavarría, Los científicos, Cheché Abreu, Sonia Cabral…

Matamoros.

El Bacho, catorcita neto, que no tocaba ni la puerta, se inventó los Festisón como para que el olvido no lo encajonara y, los domingos, con la presencia del Gordo Oviedo y el Chino Bujosa, vistiéronse de son en las “Ruinas” de la ciudad colonial.

Los Pepines, que se olvidaron por completo de Johnny Pacheco, con razón, crearon un ambiente sonero como en los años 70 cuando la radio acompañaba los atardeceres para acercarnos a la isla prohibida, aunque fuera de oida.

En Guazumal, Tamboril, los Reales Son de Adalberto mantienen vivo aquel ritmo. Vivo porque su evolución arrastra una coherencia musical alegre, humorística, decimera.

Si quieres compartir la alegría de este pedazo de cultura nuestra, ven a los dos conciertos gratis que darán en el Centro Cultural y Museo Horacio Vásquez en Tamboril este domingo 28 de enero 2024 y el 4 de febrero a las 6 de la tarde.

Los Reales Son tienen calidad musical y resumen la tradición sonera que a los dominicanos nos gusta cuando cantan el son, son retozón.

Sonia Cabral.

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Los Reales Son tienen calidad musical y resumen la tradición sonera que a los dominicanos nos gusta cuando cantan el son, son retozón”.

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