No es censura. Tampoco es la soga de una Ley Mordaza. Es sentido común, a secas. Porque en este país uno puede abrir el móvil por la mañana, aún con legañas, y descubrir que lo están colgando en Twitter por algo que no dijo, o peor, por algo que alguien entendió a su manera, con un filtro de bilis y adornó con tres stickers de indignación moral. Y entonces arranca la procesión: insultos, memes, vídeos de youtubers con cara de seminaristas traicionados, que se frotan las manos mientras despellejan a alguien como si fuera parte de su patrocinio habitual. Como si romper una vida ya formara parte de los formatos audiovisuales.

Los youtubers. Algunos, claro, no todos. No los que hacen humor decente ni los que enseñan algo útil sin monetizar el dolor ajeno. Me refiero a los otros: los que agarran un rumor, lo visten con música épica y lo sueltan en internet como si acabaran de bajar del Sinaí con las tablas de los diez clics. Fabrican trending topics, visitas, ingresos. El resto —la verdad, la vida arruinada, la dignidad ajena— no entra en sus métricas. Es ruido de fondo.

Pero ese ruido, a veces, es un grito. Y duele. No se ve, no se comparte, pero está ahí: adolescentes que se quitan la vida tras semanas siendo carne de meme. Gente que no aguanta ver su rostro convertido en broma nacional. Historias barridas por la velocidad del siguiente linchamiento. Y entonces nadie es culpable. Porque en internet todo se disuelve. Como si la sangre, cuando es digital, no manchara.

No creo en mordazas. Jamás. Pero sí en ponerle freno a la impunidad. Esto no va de silenciar a nadie, sino de impedir que algunas bocas se abran solo para funcionar como guillotinas. En las redes hay comunicadores brillantes, gente que informa sin necesidad de deformar. Pero también hay mitómanos con micrófono, artistas del veneno, expertos en disfrazar la calumnia de opinión. Y por cada uno que queda impune, el mensaje es claro: aquí cualquiera puede destrozarte, siempre que tenga suficientes seguidores.

La libertad no se defiende permitiendo cualquier cosa. Se defiende exigiendo responsabilidad. Si el mundo digital es ya una plaza pública, al menos que tenga faroles, no antorchas. Y que nadie olvide que detrás de cada comentario, hay una persona. De carne. Con nombre. Y que sangra igual que tú

Posted in DE UNA SENTADA, Opiniones

Más de opiniones

Más leídas de opiniones

Las Más leídas