Hay cosas que uno da por hechas. Que cada provincia tenga una biblioteca pública. Que, en las escuelas, además de pupitres, haya libros de verdad, no adornos con lomos de colores. Que un niño pueda leer en silencio sin que el silencio le parezca raro. Pensé que eso iba a pasar. Que algún día tendríamos una red de bibliotecas como se tienen hospitales, carreteras o excusas de campaña. Que leer sería prioridad, no lujo.

Pero no. Escuelas hay. Muchas. Bibliotecas, ninguna. Como si no hicieran falta. Como si con enseñar a juntar letras bastara. Una escuela sin libros es una casa sin ventanas: encierra, no abre. Y sin biblioteca, la escuela no educa, adiestra. Porque un niño que no lee bien no piensa bien. Y un país que no piensa, repite. Repite errores, discursos, presidentes.

Aquí las librerías cierran como quien apaga una vela. Sin ruido. Sin drama. No es que no haya lectores. Es que no hay quien los cuide. El Estado olvidó —o nunca supo— que la lectura no es espontánea: se siembra. El amor por los libros no cae del cielo, ni sale en TikTok. Se construye. Como todo lo importante en un país que quiere algo más que sobrevivir.

Los escritores locales publican como quien lanza una botella al mar Caribe desde el malecón: con fe, sin respuesta. Publicar un libro aquí es verlo morir en la indiferencia. En el desierto sin agua de una política cultural que no está ni se le espera. Uno puede escribir la mejor novela del Caribe, y termina de portavasos. Porque ni el Ministerio de Cultura ni el de Educación hacen lo más mínimo para llevar esos libros a donde deben estar: escuelas, universidades, clubes de lectura, bibliotecas.

No hay programas que incluyan a los escritores. Ni planes reales para meter libros en las aulas, en las casas, en la infancia. Y mientras tanto, se pierde tiempo. Se pierde talento. Y lo peor: se pierde futuro. Porque la lectura es el único superpoder que no cuesta millones. No hace falta un satélite. Hace falta voluntad.

Hoy tenemos dos ministros nuevos. Jóvenes. Padres. Y uno quiere creer —yo quiero creer— que cuando miran dormir a sus hijos, se preguntan qué país les están dejando. Porque eso debería hacer un ministro: pensar en los hijos que no son suyos. Cuidar el país como quien cuida su casa. Cultura tiene pocos fondos. Educación tiene muchos. Pero el problema no es de dinero. Es de ganas. De conexión. De sentarse, hablar, mezclar lo que haya… y empezar.

¿No se conocen? Llámense. ¿No han hablado? Háblense. Júntense. Dejen de trabajar como islas. Usen lo que tengan. Arranquen. Con un plan. Con una biblioteca, aunque sea una. Que “Dominicana Lee” no sea un PowerPoint con música de fondo. Que sea real. Que entre a las aulas, a los barrios, a las casas. Que llegue al niño que nunca ha leído. Y al escritor que ya se cansó de escribir solo.

No hace falta una revolución. Hace falta una decisión. Una biblioteca bien puesta puede cambiar más vidas que un discurso bien dicho. Y este país ya está lleno de discursos. Le faltan bibliotecas.

A ustedes dos, señores ministros: no les puede faltar voluntad. Y si un día les falta, mírense a sus hijos. Ahí está todo. También la fuerza —y la obligación— de hacer algo por los demás. Porque un país que no lee no se queda atrás: se queda dormido. Y después, cuesta un mundo despertarlo.

Ojalá que el consultor jurídico del Poder Ejecutivo, ese gran lector, Antoliano Peralta, el hijo de Chacha, use su amor por la literatura para unir voluntades y recursos. Que siente a esos dos ministros, y juntos armen un plan. No para salir en la prensa, sino para entrar en la historia. Por la puerta que se abre con los libros.

Posted in DE UNA SENTADA

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