El fanatismo político es la forma más barata de sentirse inteligente. Uno no necesita leer mucho, ni pensar demasiado: basta con odiar al otro. Es el opio del que ya no cree en Dios, pero sí en una cuenta de TikTok con frases de su líder. Da calor, da sentido, da comunidad, como un grupo de WhatsApp que solo envía memes de “los buenos” y “los malos”. Es, en el fondo, una religión sin misa y con menos perdón.

Lo estúpido del fanatismo no es solo lo que provoca, sino lo que impide. Anula la conversación y convierte cada argumento en una pelea de bar. A los fanáticos no les interesa si algo funciona, les interesa que lo haya dicho su político. Si lo dice el otro, aunque sea “buenos días”, es una trampa, una estrategia del enemigo, un insulto encubierto.

Lo peor es que es contagioso. Uno empieza diciendo “creo que este gobierno se equivoca” y acaba gritando “¡traidores a la patria!” en una rotonda. El fanatismo no busca convencer: busca arrasar. Quiere ganar, pero no ganar ideas, sino ganarte a ti. Reducirte. Convertirte en un logo tachado.

En cambio, los políticos inteligentes –esos que a veces parecen de ficción– no se enredan en trincheras. Piensan en política como una competencia noble de ideas, como un debate real sobre cómo organizar la vida en común. Saben que gobernar es más difícil que tuitear, que hacer patria es más complejo que cantarla. Y sobre todo, entienden que, si todo es guerra, no queda país que gobernar, solo ruinas que administrar.

Ser fanático es fácil. Ser sensato cuesta. Hace falta leer al que no te gusta, escuchar lo que incomoda, pensar más allá de un eslogan. Requiere aceptar que el otro puede tener razón. Que incluso el adversario puede querer lo mismo que tú: un país más justo, aunque tenga otra receta.

El fanatismo político es un fuego que no calienta: solo quema. La política, en cambio, debería ser como una cocina: ideas, recetas, ingredientes. No hace falta amarse, pero sí saber cocinar juntos. Porque si solo gritamos, al final no hay cena. Y todos, incluso los fanáticos, tienen hambre.

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