En República Dominicana hay tres sistemas judiciales, pero una sola paciencia: la del pueblo. Una justicia para el pobre, que si roba un pollo termina en Najayo antes de que lo cocine. Otra para el rico, que si roba millones aparece en la televisión diciendo que fue un error contable. Y otra, claro, para el político, que no roba: “desvía fondos”, “firma sin leer”, “fue mal asesorado”. Y duerme en su casa, como si nada.
Jean-Jacques Rousseau escribió sobre el contrato social. Aquí se rompió hace rato. Lo rompieron con puros y brindis. Porque cuando el contrato se firma con sangre, la tinta no se borra. Pero aquí se borra con una llamada, con un apellido, con una sonrisa en la portada del periódico. Un empresario evade impuestos y eso no se llama delito, se llama “planificación fiscal”. Un pobre mete un millón en el banco y le piden hasta prueba de ADN del dinero. A un político no le preguntan nada, porque todos saben de dónde viene lo suyo: del sudor ajeno.
En La Vega cae un techo y los dueños van presos en 24 horas. En San Cristóbal explota medio pueblo y si hay un político de por medio, lo que explota es el silencio. Del Jet Set mejor ni hablar: hay cosas que es mejor dejarlas a la imaginación, porque la realidad es mucho más fea.
La desigualdad ya no es una grieta: es un abismo. La Constitución dice que todos somos iguales. Igual de ilusos si creemos eso. Porque aquí no hay ciudadanos, hay castas. El profesional serio es un adorno del sistema, el humilde trabajador es un extra en esta novela. Los protagonistas son otros, y se escriben solos sus finales felices.
No jueguen con candela. Porque la sociedad es como un río dormido: cuando se desborda, no pregunta. Arrasa. Y entonces sí, ya será tarde para códigos penales y reformas urgentes.
Señores legisladores, jueces, políticos, despierten. O se va a despertar las calles, y ahí no habrá ni toga ni corbata, mi militares, que salve a nadie cuando la sociedad salga a pedir justicias iguales para todos.