Cada persona es distinta. Cada una tiene su propia personalidad y fisonomía.
Tanto en el aspecto físico como en el temperamental existen similitudes entre unos y otros, pero en esencia muchas cosas nos diferencian de los demás.
Reaccionamos distinto a las mismas situaciones.
Respondemos a nuestra manera a los mismos estímulos.
Vivimos y sufrimos el amor y el dolor con la misma intensidad, pero los expresamos de formas diferentes.
A todos nos duele una traición, pero no todos podemos perdonarla de corazón.
Todos, alguna vez, por la razón que sea, (y las hay muy diversas), hemos dicho una mentira o callado una verdad.
A todos nos duele perder y más si se trata de perder a un ser querido, pero no todos vivimos el duelo exactamente igual.
En la parte física, tenemos los mismos sentidos, aunque nuestro color de piel, cabellos y ojos sean distintos, unos sean altos, otros más pequeños, unos delgados y otros no tanto, en el contexto del ser humano, es más lo que nos une que aquello que nos distancia.
Las mayores diferencias radican en nuestra conducta, en la forma en que nos comportamos, cómo nos vemos frente a los demás y cómo vemos a quienes nos rodean.
Sentirnos más o menos que los demás es el comienzo de los mayores problemas de la humanidad.
Sentir que alguien es mejor que otro, por su posición económica o por su apariencia física es lo que ha levantado un muro insalvable entre las personas.
La creencia de merecerlo todo, sin pensar en lo que los otros también merecen, es el resultado de una generación egoísta y caprichosa, incapaz de reconocer los valores de los demás.
Al ser los seres humanos tan iguales, resulta increíble que las malas actitudes, la altanería y la prepotencia nos hayan vuelto tan diferentes, que a veces parecería que no pertenecemos al mismo grupo de seres vivos.