Por las redes, en periódicos escritos y digitales y en programas de radio y televisión se lee y escucha a cualquiera llamar ladrón o corrupto a políticos, empresarios e incluso a periodistas, sin prueba alguna. La práctica se hace más extensiva cada día y se convierte en un modelo exitoso de periodismo; el que la descomposición social que sufre el país necesita, dirían sus defensores. La sufrieron las autoridades anteriores y la sufrirán las actuales. Es cuestión de tiempo.
La corrupción es cosa nueva en la historia nacional. Como también es verdad que la protección legal que la protege es parte del quehacer político y empresarial desde la misma fundación de la República. Lo que no es cierto es que todos los funcionarios, políticos, periodistas y empresarios sean ladrones y corruptos. Y no establecer la diferencia cuando se aborda el tema de la corrupción es una terrible injusticia contra todos aquellos que ejercen con dignidad una función pública o un negocio legítimo.

Por eso he insistido por años, sin encontrar eco en los medios, en la imperiosa necesidad de que la prensa como institución aborde la tarea de fijar claramente los límites de su responsabilidad, porque del éxito de esa tarea depende su credibilidad futura. Es inconcebible que cualquiera que se haga llamar periodista utilice un micrófono o un espacio en un medio escrito para apuñalar reputaciones bien ganadas, sin que esa mala práctica sea rechazada u objeto de cuestionamiento por quienes están supuestos a sentar las reglas del medio en que se origina.

Hay funcionarios, empresarios y políticos corruptos, pero no todos los son. Hay funcionarios en esta administración, como los hubo en otros gobiernos, merecedores de respeto y lo mismo digo de los empresarios que ayudan con su esfuerzo y capitales a crear un mejor país.

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