Cuando mi padre murió, aquella triste y plomiza tarde de mayo, lo que proporcionó el valor necesario para soportar la tragedia enorme que se abatía sobre la familia, no fue más que la inmensa sensación de pequeñez que de mí mismo, y de mis hermanos, dejó reflejada su muerte.

La verdadera grandeza de su existencia no estaba en sus muchos logros personales, mezclados con similares tropiezos y desencantos, que hicieron de su vida una extraña conjugación de éxitos y fracasos, que terminaron por abatirle cuando ya le faltaban fuerzas físicas para enfrentar las tempestades. Su verdadera dimensión como padre residía en la sencillez de su corazón y en su increíble percepción para captar la esencia pura de la existencia humana, en la más intrascendente de las escenas cotidianas.

La parte del niño que el duro bregar en los campos en sus años infantiles había castrado mucho tiempo atrás, le brotó con fuerza y ternura al final del camino. Hasta que la muerte, cansada de esperar, entró furtivamente a casa esa tarde de mayo y nos lo arrebató. Sólo que él, prácticamente ciego por la diabetes, no pudo verla. Por eso sonreía en su lecho de muerte, como diciéndonos hasta pronto. Estrechó la mano de mamá, soltó un leve quejido y reclinó suavemente la cabeza sobre la almohada, como si hubiera emprendido un vuelo. Ahogada en llantos, mamá me lo contó mientras yo acariciaba sus pies yertos y desnudos. “No sufrió gracias a Dios”, me dijo. “El corazón se le apagó y se estremeció como una palomita”. Pero yo no estaba para ver el batir de sus alas y despedirme.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

Más de opiniones

Más leídas de opiniones

Las Más leídas