Yma Súmac fue una de las voces femeninas más prodigiosas que jamás haya existido.

Tenía 86 años cuando murió y se dice que aún a esa edad su voz se asemejaba a la de un arpa, cuando subía a escalas donde pocas podían y pueden alcanzar.

Su carrera no se desarrolló únicamente en el campo clásico, también incursionó con éxito en diversos géneros populares. Sus agudos eran de una extraordinaria belleza que alcanzaba las cinco octavas, desde cuyas alturas podía pasar a registros graves con enorme facilidad y rapidez. Dominó como muy pocas la técnica de la coloratura, que le permitía sucesiones de notas rápidas, que extendían una misma vocal a varias notas sucesivas, una poco común condición requerida en las óperas de Bellini, como es el caso de Norma y La Puritana; Rossini, en El Barbero de Sevilla, Una italiana en Argel y La cenicienta; y Donizetti, en Elixir de Amor y La hija del regimiento, entre otras.

De origen peruano, vivió mayormente en Los Ángeles, California, donde murió de un cáncer de colon. Su carrera se inició en la adolescencia y muchos dominicanos de mi generación la recuerden con nostalgia porque vino en más de una oportunidad al país, en ocasión de los célebres aniversarios de La Voz Dominicana, la emisora de Petán Trujillo, el patán hermano del dictador que hizo de la radio y la televisión un feudo personal.

La noticia de su fallecimiento en noviembre de 2008 me remontó a aquellos lejanos días en que la escuché cantar por primera vez, creando en mí una fuerte y agradable impresión que no he superado y que influyó después poderosamente en mis inclinaciones musicales. “El cóndor pasa”, en su voz, fue una experiencia musical inolvidable. El dulce color de su lirismo dejó en miles de amantes de su voz un recuerdo imperecedero. Con su muerte desapareció una de las más altas figuras femeninas del canto lírico y popular.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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