Semanas antes de las elecciones pasadas, asistí a una reunión en la que otro invitado indicó que un cambio de administración enviaría a la cárcel a quienes el ojo escrutador de la opinión pública señalara como autores de actos indecorosos contra el patrimonio nacional. Viniendo de un abogado, la observación me sacudió, porque la justicia no necesita de atajos.

Me asusta que alcancemos un nivel de desconfianza en la independencia de los poderes, cuya única posibilidad de ganarle terreno a la corrupción consista en vulnerar el principio de independencia consagrado en la Constitución. La responsabilidad del Gobierno es cuidar que los bienes públicos sean religiosamente guardados y de reunir las pruebas necesarias para llevar a la justicia a los responsables de violar un pulcro ejercicio de funciones públicas. Determinar la culpabilidad final es una tarea de los tribunales. Son estos los que deben dictar las sentencias, sean de culpabilidad o de absolución.

Resultaría tan costoso como la impunidad misma, que un gobierno asuma el papel asignado por la Constitución al Poder Judicial. Por eso entiendo incorrecto enfrentar la corrupción, sentando precedentes que al final sólo lograrían quebrar la estabilidad democrática, debilitando aún más las bases que sostienen el sistema político. Sobre algunos de los más sonados casos, la responsabilidad del Ministerio Público, es decir del Gobierno, es entregar a la justicia expedientes lo suficientemente documentados para que esta haga la parte del trabajo que le concierne. Toda influencia ajena contamina un proceso más si entiende que toda acusación basta para sancionar a los inculpados.

Habrá quienes crean que al rechazar tal pretensión se intente proteger a los corruptos. Pero al final, el peor servicio a la justicia es tratar de ventilar los casos en los medios antes que en los tribunales. Y a eso hemos llegado.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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