Nadie recuerda ya el viacrucis de la niña de once años obligada a comienzos del 2013 a procrear un bebé producto de una violación por un enfermo sexual. Pero el caso puso entonces en evidencia la trágica y absurda decisión de imponer en la Constitución de la República la prohibición de la interrupción del embarazo, bajo el cuestionado criterio del derecho a la vida. La niña se encontraba en peligro de muerte y si algún milagro médico ocurriera, escribí entonces, quedaría marcada para el resto de su existencia, arrastrando una criatura resultado de un abominable acto criminal.
La criminalización de toda forma de interrupción del embarazo pone trabas y en jaque a la ciencia médica. Ningún facultativo se arriesgará a asumir su responsabilidad aún en las peores y más desagraciadas circunstancias, a sabiendas incluso de que corra peligro la vida de la paciente. Cuando escucho o leo el argumento que sustentó ese adefesio, me preguntó: ¿Cuál vida, si la de la madre violada o el feto? ¿ Si en situaciones extremas por salvar a una criatura que aún no ha nacido sacrificamos a la madre, dónde queda el criterio del derecho a la vida?

La prohibición de toda forma de interrupción del embarazo, despoja a la Carta Magna de sentido de humanidad, al negar el derecho de la mujer y de la familia a decidir voluntariamente acerca de algo tan personal como es su cuerpo y la vida misma. Además, cada pareja es libre de decidir cuántos hijos desea. La Constitución niega ese derecho y en los casos de violación a menores y agresión sexual de otro tipo, condena a futuras criaturas indeseadas a vivir una vida miserable. La prohibición de toda forma de interrupción del embarazo, aún en situaciones como la que enfrentó la familia y la niña de once años violada por un maniático sexual, y la prohibición también del uso de anticonceptivos, que no deja opción a la pareja, es tan irracional como el peor de los abortos.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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