Si analizamos la estructura social del país, la composición de las fuerzas que la guían, no tardaríamos en observar una curiosa suerte de estancamiento, como si la sociedad hubiera permanecido al margen de la marcha inexorable del tiempo y de la historia. Las estructuras de mando que gravitan todavía con fuerza determinante, son las mismas que dominaban en los albores de los años sesenta. Y lo que es peor aun, muchos de los gritos y quejas de las multitudes de entonces siguen caracterizando las demandas actuales.
La dolorosa verdad es que después de casi sesenta años de ejercicio democrático, el modelo dominicano no ha enseñado evidencias de que sea más idóneo que la dictadura para resolver los graves e inaplazables problemas de los grandes núcleos de población del país. Los conflictos y limitaciones en las áreas de la salud, la educación, el transporte público, el costo de la vida, los servicios municipales, son hoy tan graves y alarmantes como lo fueron hace cincuenta años.
Esta decepcionante realidad no implica un fracaso del sistema político bajo el cual hemos vivido durante ese largo trecho. Lo que refleja es sólo la incapacidad de la sociedad en su conjunto para hacer frente a los males que la aquejan. Hecho este que demanda al mismo tiempo un esfuerzo gigantesco de la clase política y de la sociedad civil para buscarles rápida solución a muchos de esos problemas, por cuanto del éxito de ese esfuerzo dependerá en buena medida el futuro de la democracia dominicana.
El caso es que nos urgen cambios en la forma de practicar y entender la democracia. Nuestra experiencia la convierte en algo muy exclusivista, reservada sólo para aquellos que pueden darse el lujo de adquirir un asiento de primera para lo que se ha convertido en un verdadero y descorazonador drama humano, que cada día se nutre de fuentes inagotables de pobreza y corrupción.