Resulte grato o no reconocerlo, lo cierto es que el país, hasta la llegada del Covid-19, vivió un largo periodo de estabilidad macroeconómica, con un minúsculo nivel de inflación, que fortaleció la confianza en el clima de negocios en todos los órdenes. Alentadas por una estabilidad cambiaria que apenas se movió dentro de un estrecho rango, empresas, grandes y pequeñas se endeudaron en moneda extranjera.

El virus planteó mucha incertidumbre. Propuestas o amenazas de cambios bruscos en la política económica erosionaron la atmósfera de confianza que la pandemia ya había afectado. Giros en la conducción económica promovieron situaciones de inestabilidad, pérdidas cuantiosas, mayor desempleo y la ruina de muchos negocios.

Los periodos electorales suelen ocasionar situaciones de incertidumbre y desconfianza, especialmente si las perspectivas de cambio político auguran modificaciones radicales en las políticas económicas. Fue lo que vimos en el 2020 y en periodos electorales anteriores. Como demuestra la experiencia, no es preciso que las reglas de las direcciones políticas cambien. Basta que cuelguen como un recordatorio de lo que vendría en el futuro.

Fue un error criticar lo que funcionaba desafiando las leyes de la economía y la importancia de preservar su estabilidad, sólo porque se pretenda ser distinto. Y sería otro error hacerlo nuevamente si el 20214 trae cambios de dirección política. Lo que funciona debe preservarse, sin importar de dónde provenga. A menudo esa obsesión de cambiarlo todo es el camino más seguro y directo al fracaso político. No es estéril recordar que la estabilidad depende de cuánto y hacia dónde se mueva el péndulo de la balanza.

El país que se conoce en campaña, no es el mismo que el triunfador encuentra en el Palacio Nacional. La realidad condiciona y obliga a convivir con ella.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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