Pocos dominicanos saben que el último paseo del dictador Rafael Trujillo por el territorio nacional que gobernó con mano férrea por 30 años, fue ya como un cadáver en la parte trasera de un camión del ingenio Barahona lleno de estiércol de vaca. La vida tiene esas ironías y muchas veces suele el destino, o la providencia, quien sea poco importa, cobrarse ciertas deudas que los tiranos dejan pendientes con sus pueblos.

Ramfis, su hijo mayor, había sacado furtivamente el cadáver de la cripta del sótano de la iglesia de San Cristóbal donde Trujillo había sido enterrado. Lo hizo antes de partir al exilio en el buque insignia de la Marina de Guerra. Ramfis colocó el féretro con el cuerpo de Trujillo en otro buque, el yate Angelita, que partió un día después que él, el 17 de noviembre de 1961, no sin que antes cometiera el cobarde genocidio de los Héroes del 30 de Mayo.

El yate fue obligado a retornar cuando estaba a mitad del trayecto a Francia, donde Ramfis esperaba por el cuerpo de su padre. La orden de regreso fue dada para recuperar la fortuna que en dólares, bonos y certificados se creía iban en el buque, como en efecto ocurría. Se desconocía que había allí un bulto mayor, el cuerpo sin vida del más sanguinario y corrupto gobernante dominicano.

En el viaje del regreso y en las inspecciones realizadas, ya de regreso el barco, el ataúd fue abierto seis veces, con lo cual el destino le cobró también de esta manera la paz que él le había negado al pueblo dominicano.

Para desdicha de su memoria, grande también fue ese momento para el pueblo que él oprimió. Y como dijera Dwigh Eisenhower, jefe de las tropas aliadas, al enterarse de la muerte de Benito Mussolini por parte de los partisanos italianos que colgaron en una gasolinera boca abajo el cadáver junto al de su amante Clara Petacci: ¡Qué pobre final para un tirano!

Ninguno de los dos merecía otra suerte.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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