En diversos ámbitos políticos crece la vieja pretensión de que en la regulación de las campañas se establezca un reglamento que prohíba promover la abstención electoral. La idea me parece monstruosa y antidemocrática. El derecho que los dominicanos se han ganado de escoger libremente a sus gobernantes, implica el derecho de cada ciudadano de votar por la opción electoral que entienda más beneficiosa para el país o más afín con sus intereses, sean ideológicos, políticos, religiosos o económicos.
Por lógica elemental ese derecho garantiza la facultad ciudadana de abstenerse cuando entienda que ningún candidato o partido llena sus expectativas. Como la abstención no constituye delito, promoverla no puede ser objeto de sanción, con el perdón de los honorables abogados y políticos entusiastas de esa idea.
En una carta a la JCE, en el 2007, el periodista Rafael Molina Morillo, ya fallecido, decía que la intención cae en el plano de la ilegalidad. Y razonaba: “¿Y si ninguno de los candidatos satisface a un ciudadano, está este obligado a votar por alguien a quien no quiere o que no le simpatiza? ¿No tiene derecho, ese ciudadano, a expresar su rechazo o proponerle a quien él quiera que le acompañe en su decisión de no votar, sin que esto pueda catalogarse como una violación a la ley, y ni siquiera como una simple falta?”
Las argumentaciones del doctor Molina Morillo eran y siguen siendo irrefutables. La nación ha madurado lo suficiente como para entender que la abstención, bajo determinadas circunstancias, es un voto de conciencia y una manera de rescatar el valor que ese acto cívico posee. Como el sistema no contabiliza el voto en blanco y no hay posibilidad de voto de rechazo, la abstención puede ser la forma de escapar a la trampa que cada campaña electoral nos tiende. Somos ciudadanos, no borregos, aunque nuestra conducta electoral sugiera lo segundo.