Cuando el peso de los años blanquea las sienes, resulta difícil asumir ciertos legados de la modernidad, que para otros hacen menos pesaroso el diario vivir. En especial cuando se trata con empresas de servicio. Con la llegada de la modernidad se van las sonrisas y los saludos afectuosos de atentas secretarias que pierden sus trabajos. En lugar de ellas se instalan teléfonos con frías y mecánicas voces que exasperan la paciencia del más sereno de los seres.

Si lo duda, marque el número indicado en su contrato. Una voz neutra, sin calor alguno, desprovista de pasión, fría como un témpano, le mandará a marcar el uno, hecho esto le enviará al dos, luego de nuevo al uno, a seguidas el tres, seguido otra vez del uno y cuando usted cree que la ruta ha terminado se inicia en verdad el suplicio con el número, ¡por fin!, de servicio al cliente.

Ahí la misma voz, que ya resulta pesada, le pide el número del contrato y como poca gente memoriza esos datos hay que rebuscar entre papeles para volver a llamar con idénticos resultados, porque esta vez le pedirán su cédula, acta de matrimonio, la dirección en donde vive, su número telefónico, su talla de cintura y la identidad de sus profesores de primaria. Al terminar la agonía, quien puede ayudarle no está disponible, de manera que uno tiene que llamar de nuevo.

Así que a cierta edad, algunos aspectos de la modernidad no funcionan y cuando ella penetra los ámbitos de ciertas oficinas públicas las cosas se ponen igual de duras, si bien es justo reconocer cuán fácil resulta ya sacar la cédula, el pasaporte y la licencia de conducir e incluso pagar los impuestos, algo absolutamente necesario para la buena marcha de la nación y atender así las obligaciones del Estado, si en verdad queremos preservar la paz social que por décadas disfrutamos. Por tanto, prefiero la época en que una sonriente secretaria te respondía: “Buenos días, ¿en qué puedo servirle?”.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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