El destino de Israel quedó definitivamente marcado en sus años de formación por la segunda gran ola de inmigrantes, llegada a los puertos de Palestina entre 1906 y 1914. Ninguna ejerció una influencia tan decisiva y perdurable sobre el carácter de la futura nación como esa segunda aliyha. No eran numéricamente muchos. Eran escasos sus recursos. Y muy pocos de entre ellos estaban animados verdaderamente por un espíritu pionero. Sin embargo, lo que es hoy el moderno estado de Israel lleva la marca de ese puñado de hombres y mujeres.

En su libro “La rebelión judía”, Jacob Tsur, dice: “Gracias a ellos muchas ideas y estructuras específicas han subsistido hasta nuestros días: las nuevas formas sociales, el espíritu de cooperación, la austeridad elevada al rango de virtud, el culto del trabajo y el respeto por el trabajador, un celo irreductible en la persecución del objetivo…”.

Como en muchos de sus lugares de orígenes se les prohibía a los judíos trabajar la agricultura y ejercer otros trabajos dignos, los primeros kitbuz fueron obras titánicas de la imaginación. Debieron vérselas con toda clase de dificultades: la escasez de recursos, un medio hostil y una tierra árida y abandonada. El paludismo, el hambre y las incursiones constantes de hordas armadas, que robaban el producto de sus esfuerzos, terminó por desalentar a muchos de ellos. Pero el Israel de hoy es el legado de aquellos que se quedaron y reconquistaron con el trabajo el derecho de propiedad de una tierra de la que habían sido despojados muchos siglos atrás.

El conocimiento acumulado en los duros años de creación y desarrollo del moderno Israel, deberá servir de modelo en la paz para que un futuro no lejano judíos y palestinos acepten vivir en completa armonía y cooperación, alejando el fantasma de un conflicto que solo siembra odio y la separación de dos pueblos con fuertes lazos en los albores de la historia.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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