En el 2016, los españoles crearon una comisión para emprender cuarenta años después lo que nosotros no hemos siquiera intentado cinco décadas y media después de la tiranía: eliminar todo vestigio del franquismo. Tras la muerte de Franco en 1975, se inició allí un proceso de transición a la democracia. Pero aún quedaban huellas del régimen por toda la geografía española, en calles, plazas, pueblos, museos y monumentos, que mantienen viva en la memoria las crueldades de la tiranía que siguió a una guerra civil en la que murieron un millón de personas tras el derrocamiento de la segunda República. La eliminación de esa herencia franquista aspiraba a cerrar en la memoria española una de sus etapas más oscuras.

Han transcurrido más de seis décadas de la muerte de Trujillo y muchas huellas de esa férrea etapa siguen vivas en distintos aspectos de la vida nacional. Es cierto que se derrumbaron sus estatuas y bustos de plazas y avenidas, se proscribieron las actividades que tiendan a exaltarlo, se exilió a sus familiares más cercanos, se confiscaron muchos de sus bienes, no todos, y la capital recobró su nombre original. Pero con el tiempo, la transición que se engendró dentro del mismo régimen lo perpetuó y sus herederos, parapetados detrás de nuevos disfraces, lograron hacer del autoritarismo que lo caracterizó un legado a la posteridad.

Los verdugos y los intelectuales que hicieron posible a Trujillo se insertaron en el nuevo régimen, sobreviviendo con éxito a los avatares de esa herencia terrible de muerte y corrupción. Y al igual que ocurrió en España nuestras ciudades siguen con plazas y calles que honran a ciudadanos cuyos únicos méritos, en muchos casos, fueron servir lealmente a Trujillo.

Tal vez necesitemos del exorcismo que sería iniciar el desmonte definitivo de ese vergonzoso legado, para así, por lo menos, compensar el imperdonable error de no haberle hecho justicia a los miles de muertos de la tiranía.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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