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En diciembre de 1975, dos años después de la guerra del Iom Kippur, fui invitado como periodista a visitar Israel. Estuve allí por poco más de una semana. Fue mi segunda visita a ese maravilloso país. Había estado allí en 1964 por un mes, siendo estudiante, como miembro del primer equipo dominicano que asistía a unas olimpíadas de ajedrez.
Como resultado de mi experiencia y recuerdos de ambos viajes, escribí una serie de artículos en el periódico El Caribe que en 1979 el diario imprimió como libro con el título “En la tierra prometida. Reportajes sobre Israel”, un texto muy sentimental y solidario con la nación judía. Los acuerdos con Egipto despertaron la ilusión de una paz que hoy, cinco décadas después, parece más lejana que entonces.
Los párrafos que siguen, corresponden al Epílogo de la obra:
“Entre las fechas de la publicación del primero y el último de estos artículos, en 1976, tuvieron lugar importantes acontecimientos en el Oriente Medio. Por primera vez en la larga historia del conflicto, egipcios e israelíes emprendieron negociaciones directas en procura de una solución pacífica a la crisis del Levante. Las pláticas iniciadas en Camp David, en medio de un inusitado ambiente de optimismo, alentaron la esperanza de que sus dos protagonistas principales aceptaran que la cooperación y el compromiso pueden suplantar la hostilidad y el resentimiento con magníficos resultados.
Esto no significaba que la paz estuviera necesariamente cerca. Quedaba y aún queda por recorrer un camino largo y espinoso. Pero la decisión de ambos países de proseguir entonces sus esfuerzos, a pesar de los magros resultados iniciales y las dificultades inherentes a tantos años de enemistad, son, sin embargo, el mejor indicio de que el anhelo de la paz y el sentido común ganaban terreno.
Estos mismos aprestos de pacificación hicieron paradójicamente más vulnerable la posición de Egipto e Israel. Al haber accedido a negociar un arreglo unilateral con los judíos, el presidente egipcio Anwar Sadat se enajenó el respaldo de otras naciones árabes, partidarias de la acción y la fuerza. Comprometió su liderazgo y su propia seguridad física en aras de una paz que no dependía únicamente de él. Entre dos caminos tomó el más difícil y peligroso, pero el que tarde o temprano conducirá inevitablemente a la felicidad de su pueblo, que había cargado con el mayor peso de severas derrotas en el campo militar.
Estas negociaciones permitieron a los judíos hacer honor a sus promesas de que a cambio de paz y fronteras seguras y permanentes, -hasta ahora solo han conocido líneas de armisticio-, devolverían los territorios ocupados en las últimas dos confrontaciones, haciendo a Egipto importantes devoluciones en el Sinaí. No puede pretenderse, sin embargo, que una rivalidad tan vieja como la historia misma se desvanezca al influjo de algunos compromisos políticos de escritorios.
Quizás sea necesaria otra imagen horrorosa de la guerra para convencer a los árabes más beligerantes, y a algunos judíos también, de que la paz solo puede ser resultado del reconocimiento y el respeto mutuo. Ojalá esto no sea necesario.
Palestina, escenario de este antiguo conflicto, es un lugar especial. Y la rivalidad entre árabes e israelíes tiene esas mismas características. No hay un ejemplo similar en toda la historia. Otras guerras más sangrientas han dado paso, al concluir las hostilidades, a un acuerdo en que las partes sepultan todo vestigio de resentimiento. En el Levante este no ha sido el caso. Con cada enfrentamiento ha crecido el odio que arrastra inevitablemente a un nuevo choque. Las políticas oficiales de muchos gobiernos árabes han ocasionado que esta situación de rivalidad adquiera proporciones alarmantes.
Existen pruebas de que en sus escuelas se enseñaron a los niños a odiar a los judíos. Como algunas naciones árabes han hecho de sus periódicas guerras con Israel un medio para destruirlo y no persiguen las ganancias de simples territorios o ventajas económicas, los judíos se han visto obligados a ir a ellas para asegurar su propia supervivencia.
Estas líneas pudieran erróneamente interpretarse en el sentido de que el autor cree que todos los planteamientos árabes descansan sobre una base sin fundamento. Por el contrario, es de opinión que cualquier solución prolongada y estable del conflicto tendrá que sostenerse necesariamente en la premisa de que tanto judíos como palestinos tienen derecho, por igual, a una vida tranquila y prospera en la zona.
Pero entiende también que mientras persista la situación actual, de grave amenaza para la existencia del Estado judío, no habrá tiempo para la cooperación en un clima de armonía y aceptación mutua. Con toda la pasión que el autor reconoce que fueron escritos, los artículos que se recogen en este volumen llevan el deseo implícito de que judíos y palestinos comprendan un día que solo al través de esa colaboración, que hoy no parece tan utópica, podrá cimentarse la paz en esa zona, a la que, en alguna forma, todos los hombres del mundo estamos espiritualmente ligados