Soy de una escuela convencida de que la única relación aceptable entre la prensa y los poderes públicos es la forjada en un trato amistoso pero de adversarios, de amigos distantes y celosos si se quiere, en función de la necesidad de preservar la independencia de la prensa como institución.

Muchos de los problemas que entorpecen esa relación se basan en la intolerancia ante la crítica.

Olvidamos que parte de la razón de ser de la prensa es criticar. Una prensa que no responda a esa realidad, que no asuma su papel frente a las distintas formas de autoridad, pierde su esencia y el sentido de su existencia.

No pretendo que los poderes del Estado sean indiferentes ante las críticas. Todo lo contrario. La prensa debe ser crítica para que esos poderes sean sensibles. Recordarles que el corazón tiene a veces mayor capacidad que el cerebro para ver las necesidades de la colectividad, del pueblo que los eligió y a los que están llamados a servir.

Cuando las autoridades se ajustan a este marco de su responsabilidad democrática, la crítica asume por lo regular otra función más allá de la simple censura de las actuaciones de las autoridades.. Me refiero al valor de la crítica responsable y constructiva, basada en hechos no en presunciones producto del prejuicio de quien la ejerce.

Al igual que el Gobierno y el Congreso, la prensa vive sometida al juicio del público. De manera que cuando un periódico o cualquier otro medio actúa irresponsablemente, ese comportamiento, sea dictado por el sectarismo o los prejuicios, ya sea de naturaleza social, religiosa o de cualquiera otra, puede reflejarse en el nivel de credibilidad que tenga ante su público. Un medio sin credibilidad es algo inocuo, lo mismo que un Gobierno o un Congreso carente de ella. Un Gobierno sólo es capaz de mover a un país alrededor de un proyecto grande en la medida en que se cree en él y se confíe en lo que dice o promete.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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