El Gobierno intenta desviar la atención de los graves problemas nacionales y la preocupación que genera la propuesta de reforma fiscal. La solución de muchos de esos problemas escapa a la capacidad y voluntad del Gobierno. Algunas señales han comenzado a aflorar. De pronto estamos viendo un renacer de las tendencias a conferir un mayor papel al Estado en la vida nacional. Lo que aparentemente se persigue con la reforma es un indicio.
La señal no podía ser más preocupante y desalentadora, sabido el decepcionante resultado de la gestión pública y su reducida capacidad para acometer, por una parte, las grandes tareas que la realidad internacional nos plantea y, por la otra, para encarar la crisis de los servicios y las deficiencias crónicas de los sectores en los cuales su acción se hace inaplazable, aunque brilla por su ausencia. Como ejemplos palpables de ello tenemos el estado crónico de la educación, la salud, el medio ambiente y la agropecuaria, que desfallecen aceleradamente por falta de atención oficial.
La idea es obvia. El déficit fiscal, agravado por el inmenso y descontrolado gasto de campaña, el alza de los alimentos y el precio de los combustibles exponen al Gobierno a serias presiones. El cúmulo de problemas ha quitado esplendor a las celebraciones del triunfo y sumirían al gobierno en una crisis de confianza al inicio mismo de la nueva gestión del presidente. Ante esa sombría realidad, los enfrentamientos en el ámbito privado, por demandas salariales, amenazas de cambios en la seguridad social, conflictos legales, permitirían intervenciones para revalorizar la presencia estatal. El debate que habría de crearse alrededor de una potencial reforma de la ley de seguridad social, daría más espacio al poder discrecional de los funcionarios y adormecería al país, apartando su atención de otros temas que son pesadas cargas sobre la espalda del Gobierno.