Hace un tiempo escribí que el presidente Luis Abinader debería sopesar el valor de las lealtades efímeras a disposición del dinero público, basado en la experiencia que dejaron a cuantos le antecedieron en el cargo. La inutilidad de servidores pagados se hace evidente en lo que se lee y escucha por la radio y la televisión, de expresidentes por parte de aquellos que alguna vez fueron sus serviles seguidores. Dado que se trata de una tradición, podría sucederle también a él cuando concluya su mandato.
Si esas deserciones de lealtad de oportunidad cíclica, se han visto a semanas de cada cambio de gobierno, imagínense lo que le podría venir después desde ese litoral de apátridas morales, cuyo canto, como todo buen gorrión, depende del volumen de alpiste que se le ponga.
Por tal razón, el mejor antídoto presidencial contra tan camaleónica y jurásica práctica de deslealtad política es cerrar los oídos y los ojos a las lisonjas, poner sus orejas en el corazón del pueblo para mantenerse al tanto de sus latidos y escuchar las críticas de sus adversarios y de la prensa, aquella que aprecia su independencia y tercamente se aferra a ella, pagando casi siempre un alto precio.
Abinader, como sus antecesores, asumió la presidencia en situación en extremo delicada y él lo sabe mejor que nadie. El paso de huracanes y epidemias, como la del COVID, acentúan nuestra terrible debilidad. Sin embargo, las tragedias cíclicas que nos afectan han representado también desafíos a la entereza y potencial del país y enormes oportunidades para probar la capacidad y entrega de los gobernantes.
La lección que la experiencia lega a cada presidencia es que la única lealtad probada es la resultante de una franca y honrada relación gobierno y pueblo, más allá y por encima de lo que el elogio forzado ofrece.