La insistencia en celebrar que en cada cambio de administración, como ocurre desde el 2020, se tenga la oportunidad de enviar a la cárcel a quienes el ojo escrutador de la opinión pública señale como autores de actos indecorosos contra el patrimonio nacional produce escalofríos. Viniendo de abogados y periodistas, la observación sacude a quienes creemos que una buena justicia, basada en la aplicación del Derecho, no necesita de atajos.

Me asusta que alcancemos un nivel de desconfianza tal en la independencia de los poderes, cuya única posibilidad de ganarle terreno a la corrupción consista en vulnerar el principio de independencia consagrado en la Constitución. Sea el actual o el que le reemplace en las elecciones de este año, la responsabilidad del Gobierno es cuidar que los bienes públicos sean religiosamente guardados y de reunir las pruebas necesarias para llevar a la justicia a los responsables de violar las normas de un pulcro ejercicio de las funciones públicas. Determinar la culpabilidad final es una tarea de los tribunales. Son estos los que deben dictar las sentencias, sean de culpabilidad o de absolución.

Resultaría tan costoso como la impunidad misma, que un gobierno asuma el papel asignado por la Constitución al Poder Judicial. Por eso entiendo incorrecto enfrentar la corrupción, sentando precedentes que al final sólo lograrían quebrar la estabilidad democrática, debilitando aún más las bases que sostienen el sistema político bajo el cual vivimos. Sobre algunos de los más sonados casos, la responsabilidad del Ministerio Público, es decir del Gobierno, es entregar a la justicia un expediente lo suficientemente documentado para que esta haga la parte del trabajo que le concierne. Por la reacción provocada al decirlo y escribirlo, no dudo que muchos lectores piensen que protejo a los corruptos. Pero eso estamos tal vez ante el peor de los dilemas.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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