Un país no es un gobierno y mucho menos un partido político, por más grande e influyente que ambos sean. Tampoco lo constituyen sus élites económicas e intelectuales. Una nación es el conjunto de todas sus fuerzas vivas; un conglomerado unido por propósitos comunes en el cual convergen distintas clases, por más distantes que se encuentren unas de las otras a causa de sus intereses particulares, cuya suma termina siendo, por extraña paradoja, el grueso del gran interés nacional.

Solo cuando así lo entendamos estaremos en condiciones de dar el gran salto; el que hemos estado a punto de alcanzar en diferentes etapas de nuestra práctica democrática, y al que no llegamos por el insólito obstáculo que anteponen las diferencias, y digo insólito porque son esas diferencias las que nos ponen o deberían llevarnos al pie de la grandeza como nación.

La crisis sanitaria que nos afecta desde el primer trimestre del 2020 y la grave secuela económica que trajo consigo, nos obliga todavía a repensar la enorme tarea de abordar la incertidumbre que ensombrece nuestro panorama echando a un lado las pequeñeces, encarándola con fortaleza y coraje, sin miedo al qué dirán, que tantas veces ha paralizado nuestros esfuerzos e intenciones.

Solo así encontraremos fórmulas de convivencia que nos allanen el camino hacia el futuro, al que tantos dominicanos temen.

Es obvio que hay muchos agravios y que el legado de campañas electorales ríspidas pesa mucho todavía, y seguirá gravitando en la conciencia política nacional. Pero un país dividido solo conduce a la confrontación y a la desgracia. Un liderazgo responsable no desdeña la oportunidad de una concertación, la cual bajo cualquier circunstancia, solo es posible si partimos del principio de que nadie tiene toda la razón. Especialmente ahora, que las tensiones internacionales tienen al mundo en vilo.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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