Siendo epígono de Joseph de Maistre, cabe hipotetizar que a cada país le toca el modelo carcelario que su base tributaria le permite costear. Así, aunque la República Dominicana hizo acopio del amplio catálogo de garantías formales y materiales reivindicables para cualquier persona convicta de un crimen o delito, nada impide ver que tales preceptivas jurídicas tienden a ser letras muertas o líneas programáticas usables en determinadas reingenierías del sistema penitenciario, en busca de remozar las estructuras físicas vetustas e inadecuadas o subsanar falencias administrativas propias del ramo funcional.

Basado en todo cuanto quedó expresado, existe en la pirámide kelseniana vigente un elenco de normas supranacionales e internas que dieron origen a la Ley núm. 113-21, sobre el régimen penitenciario, cuyo acto legislativo anterior se inspiró en el modelo chileno, pero fue derogado recientemente, por lo que cabe dejar sentado como premisa fundamental que se trata de un sistema carcelario, erigido en cimientos adecuados, pasible de perfeccionarse mediante reformas administrativas o jurídicas, máxime ahora cuando se cuenta con el Juez de la ejecución penal.

Tanto a nivel universal como regional, hay derechos reservados para los internos, tales como la vida, integridad física, intimidad, secreto de la comunicación, acceso a la información veraz, tutela judicial efectiva, educación y trabajo, entre otros atributos esenciales que suelen hallar cobertura jurídica en el Convenio Europeo de Derechos Humanos, en los instrumentos convencionales de la ONU y de la Organización de Estados Americanos (OEA), cuyos textos normativos igualmente habilitan sus respectivos fueros en pro del debido tutelaje de semejantes garantías fundamentales.

De ahí se desprende la vigencia de varios principios cardinales que vienen a vertebrar la teoría de los derechos fundamentales de los reclusos, los cuales son dignidad humana, rehabilitación, reeducación y reinserción social, pero resulta que los detractores de la técnica carcelaria tan sólo ven en todo esto un discurso ideológico tendente a justificar la existencia de la pena como noción primordial de la ilustración. Así, Donald Clemmer entiende que la prisión desde que surgió como sanción, nunca ha rehabilitado a persona alguna. Al revés, convierte al agente infractor en alguien estigmatizado e incapaz para reinsertarse en la sociedad.

Dentro de esta misma línea conceptual, el doctor Emilio Santoro llega a sostener que al parecer el Estado de derecho se detiene en las puertas de las cárceles, pues en su interior existen obstáculos materiales y condiciones objetivas que hacen imposible el cumplimiento pleno de los derechos fundamentales que amparan a toda persona privada de su libertad mediante sentencia firme, por lo que cabe observar el puro reconocimiento formal de tales prerrogativas esenciales, pero que en la praxis quedan muy distantes de ser reivindicadas.

En efecto, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), entre 1996 y 1999, realizó visitas concurrentes a varios países de la región, tras lo cual instrumentó el condigno informe para dar cuenta que las cárceles latinoamericanas muestran diversas falencias, tales como sobrepoblación presidiaria, hacinamiento, contaminación ambiental, higiene deplorable, salubridad precarizada, diferencia notoria entre los postulados formales y los factores de la realidad circundante, así como la exigua aplicación del tratamiento progresivo previsto en las preceptivas jurídicas que versan sobre la materia.

Entre las naciones de la órbita latinoamericana, queda situada la República Dominicana, donde tales derechos fundamentales distan mucho de cumplirse, aun cuando sean prerrogativas humanas proclamadas desde hace cincuenta (50) años, pero cuyo impacto positivo empezó a rendir buenos resultados en los países de alto índice de productividad económica, lo cual ha dado cabida para forjar en dichos contextos territoriales el sistema penitenciario que su base tributaria les permite tener en funcionamiento.

Como reingeniería jurídica en ciernes, la Ley núm. 113-21, cuyo contenido creó la Dirección General de Servicios Penitenciarios y Correccionales (DGSPC), a fin de substituir la vieja entidad regente de las prisiones en el país, pero quizás no se trate de un simple cambio de nombre, sino de propiciar una reforma real en semejante institución, por cuanto cabría parar mientes en la propuesta del presidente de la Suprema Corte de Justicia (SCJ), magistrado Luis Henry Molina Peña, consistente en constituir un órgano dotado de autonomía para que la administración de la estructura carcelaria no sea atribución del Ministerio Público, máxime cuando existe el Juez de la Ejecución de la Pena.

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