Luis Córdova
Especial para elCaribe
La crisis postelectoral de 1994 llevó al país a una dinámica proselitista permanente. La solución a esa crisis, conocida como el Pacto por la Democracia, resultó contradictoria: la oposición reconoció que no se trataba solo de defender la democracia, sino de cuestionar al mandatario de turno. Se acortó el período presidencial de Joaquín Balaguer, acusado de fraude, mientras se legitimaron las demás autoridades electas en el mismo proceso cuestionado.
En resumen, se convocaron elecciones presidenciales a los dos años, iniciando una arritmia electoral. Entre 1994 y 2020, la República Dominicana celebró catorce elecciones, entre presidenciales, congresuales y municipales, incluyendo la única segunda vuelta en 1996.
Por ello, en ese período el proselitismo se convirtió en un medio de vida. Su alta rentabilidad transformó la política en una industria electoral: comunicadores abandonaron la farándula para convertirse en ‘analistas’, proliferaron los programas de panel en todas sus formas, y las imprentas y manejadores de redes se enfocaron en un universo político que, aunque agotador, seguía generando dividendos. Fue una época de oro, en sentido literal.
Vivir casi tres décadas inmersos en un activismo político constante no solo profesionalizó las campañas (al estilo criollo), sino que erosionó la democracia interna de los partidos y encareció la política debido al fomento desmedido del clientelismo, sin sanciones, y el afloramiento de otros vicios.
La hiperpolitización permitió que solo quienes pudieran financiar una candidatura lograran ser candidatos, desplazando al liderazgo legítimo y orgánico, pero económicamente dependiente. Se imponía el dinero sobre el talento, se impuso el “dinerazgo”. Comerciantes asaltaron curules y, cuando ni ellos pudieron sostener los costos, el dinero sucio, incluido el ligado al narcotráfico, se volvió habitual. Todo esto ocurrió bajo la ingenua miopía de los partidos tradicionales, que se sorprenden cuando un caso judicial o señalamiento afecta a sus miembros.
Ya no eran los tiempos de los antiguos “acuerdos de aposento”; ahora, diputados, senadores o regidores hablaban sin tapujos de “los millones que les había costado el cargo”.
El punto luminoso de este período fue la reforma constitucional de 2010, que introdujo cambios estructurales al sistema electoral dominicano: la prohibición de la reelección presidencial consecutiva (hasta su modificación en 2015), la unificación de elecciones, la creación del Tribunal Superior Electoral, el fortalecimiento de la Junta Central Electoral, la representación de la diáspora y la regulación del financiamiento de campañas y la equidad de género.
De estos cambios, el más trascendente socialmente fue unificar las elecciones en un mismo año: las municipales en febrero y las congresuales y presidenciales en mayo. Esto no solo transformó la dinámica electoral, sino que recuperó algo olvidado en política: el tiempo muerto.
Pocos han comprendido que no estamos, ni podemos estar, en proselitismo. Un ocio angustiante consume a quienes antes eran monotemáticos con la política: alargan detalles, auscultan silencios, exigen acción a gritos, lo politizan todo con el objetivo de “tener tema”.
La reforma de 2024 complicó aún más el panorama al unificar todas las elecciones no solo en el mismo año, sino en un mismo día. Es el tiempo muerto.
Por ejemplo, la Fuerza del Pueblo, partido que puede permitirse esperar: sus potenciales candidatos, Leonel Fernández o su hijo Omar, son ampliamente conocidos, y la estructura del partido no tendría dificultades para respaldar a quien abreve el camino hacia el poder. Se estima sensata la reciente declaración del senador del Distrito Nacional, quien elegantemente descarta la peregrina idea de un grupo que, por no comprender el momento, lo promueve para la presidencia ahora mismo.
El Partido de la Liberación Dominicana es una orquesta de una sola batuta, dirigida por un caudillo que, en una polarización afectiva interna, cuestionaba la etiqueta de “maestro, líder y guía” a un compañero, pasando a ser el único dios del reducido Olimpo morado.
El gobernante Partido Revolucionario Moderno enfrentará su verdadera prueba de fuego en 2026, con la reestructuración interna y la proximidad a uno entre los presidenciables. Los números indican que debe promover un candidato temprano, consolidar fuerzas y respetar el liderazgo del presidente que, aunque mantendrá el control del partido, perderá el del país, y deberá mantener vigencia sin imponerse abruptamente.
Pero para eso falta mucho. Es tiempo muerto. No es momento de proselitismo, sino de hacer política.