A mi amigo Alberto

Resulta imposible no admirar artistas. Los conocemos como a nadie y hasta ellos a nosotros, aunque nunca los hayamos visto personalmente.

Resulta imposible no admirar artistas. Los conocemos como a nadie y hasta ellos a nosotros, aunque nunca los hayamos visto personalmente. Son nuestro paño de lágrimas, a quienes recurrimos cuando Cupido acaricia nuestro corazón, los que nos motivan a crear, los que hinchan nuestro sentido de la solidaridad… Son nuestros compañeros de siempre. Están en todo momento a nuestro alcance.

Por ello, cada vez que mueren artistas que nos apasionan, nos queda un vacío como si también hubiese desaparecido parte nuestra. Pintor, escultor, cineasta, músico, cantante… no importa su rama, si hemos convivido con su arte, si nos han conmovido hasta los tuétanos, nos brotan lágrimas el día que nos dejan físicamente o cuando los recordamos. Llegamos a amarlos, así de simple.

Y ese amor, en ocasiones, nos ciega de tal manera que justificamos incluso cuando son maleducados o actúan erróneamente. Seguimos sus pasos, gestos, ideas, caprichos, andanzas, rabietas y tormentos. Nos identificamos con lo que son y pobre de aquel que osare ofenderlos.

Y todo, o casi todo de ellos, lo celebramos; y todo, o casi todo de ellos, nos resulta gracioso; y todo, o casi todo de ellos, lo resaltamos. Son héroes que inciden en el desarrollo de nuestra personalidad. Los imitamos en la forma de vestir, caminar y conversar. He visto casos de auténticos mimetismos, donde las expresiones del seguidor son iguales que las del artista que veneran.

Los artistas que atraen multitudes provocan más fanatismo que los líderes políticos, para citar un ejemplo. En las habitaciones de nuestros jóvenes hay más afiches de Madonna que de Nelson Mandela y más de Daddy Yankee que de Juan Pablo Duarte; las tumbas más visitadas del mundo son las de los artistas.

El arte surgió con la especie humana. La vida misma es un arte. Todavía aparecen muestras extraordinarias de lo que hacían nuestros antepasados. El arte tiene un lenguaje universal, trasciende culturas, épocas, fronteras e ideologías. ¡Cuántos de nosotros disfrutamos los cantos gregorianos sin entender sus palabras!

Hoy dedico este artículo a mi amigo Alberto Cortez, ese artista de oro y miel que acaba de llegar al cielo, donde ya es parte esencial del coro divino. Nuestro mejor tributo a ese cantautor argentino, de los mejores de toda la historia del idioma castellano, es escuchar sus canciones, valiosas por su contenido y por cómo las cantaba.

No hay tema que haya escapado a la pluma y a la voz de Alberto Cortez. Sus canciones son dignas de estudio y de entretenimiento en paz, sin negar que de vez en cuando, gracias a Dios, alteran nuestras conciencias para ser mejores seres humanos. Que su alma descanse en paz.

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