Cada vez que termina un año, las personas suelen hacer un balance de lo vivido en los 12 meses que finalizan, quizás como una forma de identificar en qué fallaron, qué hicieron mal y qué no hicieron para lograr algo que deseaban o para alcanzar una de esas metas que la gente se propone realizar a corto plazo.

Del mismo modo, ven la oportunidad, a las puertas de un año nuevo, de recomenzar, reorientar, retomar los planes y proyectos que quedaron inconclusos, tal vez por falta de tiempo o de voluntad, quizás por pereza o desencanto, o a lo mejor por esos altibajos de las emociones humanas que empujan a las personas un rato hacia adelante y otro tanto hacia atrás.

Los propósitos de Año Nuevo no faltan. Las proclamas, la lista de cambios por hacer, se extiende con cada segundo de agonía del año que se termina.

Las promesas de mejorar, de dejar malos hábitos, de llevar una vida más saludable, hacer ejercicios, comer mejor, hacer un uso más inteligente de los recursos económicos, ahorrar, viajar, dedicar más tiempo a la familia y a los seres queridos, reorientar las prioridades, forman parte de las metas que las personas aseguran cumplirán en esta nueva oportunidad de 12 meses.

Pero ese es precisamente el inconveniente, las personas tienen decenas de 12 meses para hacer, dejar de hacer y lograr muchas cosas, alcanzar muchas metas, pero, fallan, al pretender hacer en tan solo un año, todo lo que no han hecho durante toda su vida.

En la medida en que las personas entiendan que deben vivir el día a día, que deben esforzarse siempre, que un gran logro es en realidad la suma de muchos pequeños, que los fueron preparando cada día hasta alcanzar la gran victoria.

Desde ahora y por el resto de estos nuevos 12 meses es mejor preocuparse por vivir. Vivir sin prisa y sin pausa. Vivir y dejar vivir a cada cual y su mismidad. Vivir, solo eso. Vivir bien consigo mismo y con el resto de la humanidad. Vivir y nada más.

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