La entrada y salida de haitianos a territorio dominicano parece un juego de niños que a muy pocos les interesa parar porque siempre será un gran negocio para políticos, empresarios, militares y pequeños comerciantes, tanto de un lado como del otro.

El país ha sido prácticamente arrabalizado, por lo que las grandes obras que cada día se ponen al servicio de la sociedad dominicana son opacadas por las carretas, triciclos, puestos de venta ambulantes y otras formas de pequeños comercios que habían sido superadas por los criollos. Ningún municipio escapa a esta amarga realidad.

Los vecinos entran por todos los puntos fronterizos, sobre todo por las zonas donde es más difícil la vigilancia militar y los que viven del negocio hacen hasta lo imposible para captar la mano de obra barata y sin compromisos impositivos con el fisco.

La depredación de los bosques es una constante y hasta la capa vegetal es sustraída por ellos de las zonas más fértiles y exuberantes del país, para llevar y negociar a pequeñas islas del Caribe.

Los dominicanos hemos sido pacientes y soportado las burlas, los grandes abusos y violaciones que cometen en el territorio para provocar, seguir siendo víctimas y disfrutar sin sacrificios de lo que producimos, pero llegará día en que la dominicanidad tome cuerpo y se detenga el relajo.

Ningún pueblo, en la justa expresión, soporta tantos abusos y desaires como el dominicano que, quizás por temor o respeto a la llamada comunidad internacional, traga el hueso para no ofender a los vecinos ni afectar los intereses espurios que se mueven tras estas acciones.

Las autoridades dominicanas han sido en extremo tolerantes ante las constantes provocaciones, pero nada dura para siempre como dice el viejo refranero “No hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista” y los dominicanos somos tardíos, pero seguros, cuando decidimos poner fin a las dificultades que nos afectan. Basta de tantos abusos de los haitianos. Estamos hasta la coronilla.

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