La expectativa era alta. Nadie se imaginaría, cuando fue elegida la actual Cámara de Cuentas, que dos años después nos significaría una vergüenza.

Si de dignidad y respeto particular se tratara, los cinco miembros del órgano fiscalizador deberían haber renunciado, ante el escarceo y el descrédito provocado por cómo se han manejado, a lo interno y externo.

Quizá en alguna medida desde ciertas áreas han tratado de sacar provecho de esta crisis, pero ellos facilitaron el guion, con declaraciones imprudentes y destempladas, como si no hubieran previsto que les afectaría por igual.

Ha sido un espectáculo penoso y el daño de imagen es irreversible.

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