“Así pasa con las reliquias: todo está en ellas tan revuelto y confuso, que no se podría adorar los huesos de un mártir sin el peligro de adorar los huesos de un pillo o ladrón, o bien de un asno, o de un perro, o de un caballo”.

JUAN CALVINO

 

Para los escasos testigos que de manera casual se encontraban en los alrededores del puerto de Andrés, Boca Chica, a 25 kilómetros al sureste de Ciudad Trujillo, en la tarde del viernes 17 de noviembre, no podía existir otro espectáculo semejante.  Con sus enormes velas izándose al tibio viento crepuscular, la gigantesca silueta del yate Angelita moviéndose en las quietas y claras aguas del Caribe, ofrecía una visión inolvidable, con un aspecto casi fantasmal.  Arquímedes González, mecánico de factoría del ingeniero azucarero el poblado, no recordaba haber visto antes nada igual en sus 37 años de existencia.  Ni él, ni ninguno de sus tres compañeros de mesa, pudieron concentrar la vista en la partida de dominó, en el bar situado a tres cuadras de los muelles, hasta tanto el buque se situó a marcha lenta, en el antepuerto.

Desde su puesto de observación, González y sus amigos de tragos pudieron ver, pese a la distancia, el insólito movimiento de despedida en el buque.  El ajetreo comenzó desde muy temprano en la mañana, pero al caer la tarde, adormecido por el exceso de alcohol, ninguno de ellos pudo distinguir con claridad qué sucedía realmente.

El acceso a los muelles estaba restringido desde hacía meses y las medidas de seguridad parecían más estrictas en los últimos días.  Pero desde la tarde anterior resultaba imposible acercarse un paso más allá del bar en donde bebían y jugaban escandalosamente, como de costumbre, sin ser molestados.

Los cuatro jugadores de dominó en el bar de la zona portuaria de Andrés, no eran los únicos sorprendidos.  Más tarde, mientras paseaba por la cubierta echando una mirada final al poblado, Andrés Alba Valera (Papito) no salía de su asombro. Con una mezcla de tristeza e incertidumbre en sus vivaces ojos azules, Alba, a pesar de la oscuridad, alcanzó a divisar su residencia, contigua a la de su íntimo amigo y pariente Ramfis, con quien apenas había tenido tiempo de hablar al despedirse unos minutos antes.

Todo para él resultó una sorpresa.  Veinticuatro horas atrás le hubiera costado imaginarse allí, con su familia, custodia de un extraño y valioso cargamento, protagonista de una historia digna de una novela de ficción.  La familia Alba subió al buque a las 17:20, luego de que desatracara del muelle para fondearse en el antepuerto.  A medida que la silueta de la costa iba disminuyendo ante él y le resultaba más difícil divisar los contornos de su casa, se fue percatando de que la realidad no podía ser más deprimente.

Este viaje inesperado podía ser sin regreso.  Todo lo que había logrado acumular a lo largo de su vida, quedaba atrás.  A sus 33 años podía sentirse un hombre realizado.  Ahora sentía la impresión de que necesitaría comenzar de nuevo.  La perspectiva de una larga e incierta estadía en el extranjero no le hacía la menor gracia.  Por fortuna tenía a su esposa Clement, sus cinco hijos y sus suegros junto a él, en apariencia seguros.  Pero no tenía otra razón para sentirse satisfecho.  Alba cerró los ojos un instante y trató de disipar todos los pensamientos negativos que se arremolinaban en su mente confusa.  Como un relámpago pudo reconstruir mentalmente la insospechada experiencia de las horas anteriores.

Casi exactamente a la misma hora del día anterior, Ramfis le había pedido en un tono demasiado neutral para el caso, que se hiciera cargo de llevar el cadáver de su padre, el Generalísimo Trujillo, a Cannes, Francia, a donde él se proponía más tarde dirigirse.  Alba hubiera querido leer en los ojos de su primo y amigo, pero la oscuridad de la noche naciente y los saltos del automóvil, en marcha a toda velocidad, no se lo permitieron.  Ramfis apenas volvió hacia él su rostro afectado por la falta de sueño y los excesos de las noches anteriores.  Quitó la vista del paisaje y escuchó atentamente las instrucciones de su primo.

Entre ambos existía una vinculación que trascendía la relación familiar.  Su padre y la madre de Ramfis, María Martínez viuda Trujillo, eran primos hermanos y, sobre todo, muy allegados.  Andrés le llevaba un año y tres meses de edad a Ramfis, pero desde que éste tenía seis meses lo acostaban en un mismo cuarto y habían crecido así juntos.

Momentos antes habían partido de Boca Chica.  Pero en lugar de dirigirse directamente a San Cristóbal, destino final de su viaje, fueron primero a la base aérea de San Isidro, a recoger al coronel Luís José León Estévez, en la residencia oficial construida para Trujillo y en la que aquel vivía con su esposa Angelita desde el asesinato del 30 de mayo.  El coronel Juan Disla Abréu, jefe de seguridad de Ramfis, se había encargado de todos los detalles relativos a esta operación secreta.

El hijo del dictador estaba excitado pero tranquilo.  En parte su excitación provenía de la espera inútil por uno de los invitados a tomar parte en ella.  Al ponerse el sol, Ramfis decidió que la tardanza de su amigo de infancia Pero Pablo Bonilla (Pepé) podía echar a perder sus planes y dio orden de partir sin él.  De todas maneras, Bonilla no haría falta esa noche.

La distancia entre Boca Chica y San Isidro fue cubierta en pocos minutos y Ramfis permaneció en total silencio, sumido en sus pensamientos, durante todo el trayecto.  Sólo otros tres vehículos, incluyendo una camioneta, formaban parte del séquito.  A excepción de unos cuantos amigos de su círculo íntimo, nadie sabía el propósito de esta extraña y nocturna movilización, que constituía el nervio central de los planes personales que se había trazado ya Ramfis y que cambiarían el curso de la historia dominicana.

En el trayecto de la base a San Cristóbal, Ramfis pareció de pronto locuaz y explicó en detalles a Alba el papel que él le había asignado en el drama.  Lo había escogido a él para trasladar en el yate Angelita al día siguiente, viernes 17, el cadáver de su padre a Europa “porque no confío en nadie más para esta tarea tan especial y delicada”.

Alba sintió un nudo en la garganta y sus labios secarse de pronto cuando le respondió aceptando la encomienda como una ineludible obligación familiar.  El único problema consistía, le dijo, en la prisa en que hubo que decidir todo esto tan complicado.  Pero probablemente, para el éxito y felicidad de todos, convendría tomarse un poco más de tiempo.  Creía que Ramfis necesitaba reunirse previamente con los militares de más confianza.  De hecho tales reuniones estaban previstas en la agenda discutida desde semanas atrás en los almuerzos y citas nocturnas de tragos con sus amigos más cercanos.

Precipitar la retirada  podía desatar problemas.  Nadie estaba en condiciones de garantizarles que al saberse de una salida precipitada, un viaje incógnito e ilegal del cadáver del jefe, no provocaría estallidos de violencia.  Lo que le preocupaba principalmente era que Ramfis, según acababa de manifestarle, no se iría hasta la noche del sábado 18, la siguiente a la partida del cadáver que ahora se disponía a desenterrar.  Eran solo horas de diferencias, pero los acontecimientos se desarrollaban a demasiada velocidad como para no temer lo peor en ese breve interludio.  De nada valieron sus argumentos.

Ramfis parecía decidido a no volverse atrás en sus planes y todo estaba ya preparado.  La noche anterior, miércoles 15, Ramfis le había confiado a él y a otro de su círculo: “Me voy”, con una seguridad que nadie puso en duda.

La caravana de cuatro vehículos se detuvo silenciosamente frente a la puerta trasera de la iglesia de la Consolación de San Cristóbal, en la calle 19 de Marzo.  No se veía un alma a su alrededor, a excepción de los soldados dispuestos por el coronel Disla desde temprano en la tarde.  La verja de hierro de la escalera que conduce al sótano del templo, había sido previamente abierta por el sacristán Manuel Paulino Rodríguez (Manueleco), de 16 años, que ya estaba acostumbrado a estas inesperadas visitas nocturnas, desde que el cuerpo de Trujillo fuera sepultado cinco meses y medio atrás.

Sin embargo, las medidas previas de seguridad y la sorpresiva llegada de Ramfis, acompañado de tantos oficiales, despertaron su curiosidad.  En medio de tantos hombres con ametralladoras, el sacristán se dijo a sí mismo que algo más grande todavía que el entierro del Benefactor estaba a punto de producirse.

El delgado y asustado sacristán se persignó y alzó sus ojos hacia el altar mayor de la iglesia, cuando vio entrar a varios oficiales cargando un ataúd increíblemente similar al que portaba los restos de Trujillo.  El eco de las pisadas de los militares, calzados con gruesas botas, retumbaba por todo el templo.  El joven sacristán no era el único impresionado.  Alba no recordaba haber visto antes nada tan macabro.

Trujillo fue enterrado allí abajo el 2 de junio, tres días después de su asesinato.  No hubo nada de extraño en ese hecho.  El había nacido 70 años atrás frente al lugar donde después hizo construir la iglesia.  En el parque situado frente al templo se levantó un monumento, denominado Piedra Viva, que se cree ubicado exactamente donde estuvo la casa en la cual nació.  Construyó la iglesia sólo para hacer dentro de ella su propio cementerio.  Debajo del altar mayor hay una capilla cerrada con dos nichos protegidos por una reja.  En el del lado derecho estaba él enterrado.  El otro estaba destinado para su madre, doña Julia Molina viuda Trujillo.  En el estrecho corredor de enfrente se construyeron otros diez nichos, cinco de cada lado.  Estaban destinados a sus hijos y hermanos.  Con excepción del nicho en que fue sepultado Trujillo, ninguno de los demás ha sido utilizado.

Los oficiales se movían de un lado a otro, nerviosos.  Ramfis, Alba y Luis José León Estévez bajaron al sótano, necesitando la ayuda del sacristán para abrir la puerta de hierro que protegía la tumba.  Pero sólo los tres primeros permanecieron allí abajo durante la operación de traslado del cadáver.  Dos hermanos de León Estévez, Antonio Manuel y Alfonso, coroneles de la Aviación Militar, ayudaron a bajar el ataúd vacío que luego depositaron en la cripta, sobre la cual superpusieron la pesada tarja de cemento y mármol que la cubría y que había quedado partida en dos mitades irregulares.

Un extraño y desagradable olor se impregnó del ambiente al remover el ataúd.  Ramfis se inclinó sobre el féretro y abrió la cubierta de arriba.  Sus compañeros le oyeron proferir algunas maldiciones.

El cuerpo, ligeramente ennegrecido por el formol, parecía empequeñecido unas pulgadas.  La impresión sobrecogió al reducido grupo, que se apresuró en cerrar la tapa casi inmediatamente.  En la más extraña de las procesiones, el féretro fue subido lentamente por la escalera semicircular.  Un estremecimiento sacudió el cuerpo de Alba, mientras ayudaba a llevar la carga con las manos casi entumecidas de frío, a pesar del calor sofocante.

Un retrato de la Virgen de la Altagracia, colocado en la pared detrás del féretro, fue sustituido por uno muy similar.  Los militares cargaron también con la bandera que cubría el sarcófago.   Terminada la operación, Ramfis subió a grandes zancadas y abandonó el lugar.

Manueleco, el sacristán, bajó apresuradamente las escaleras de nuevo y se lanzó sobre la cripta, donde sólo encontró una caja vacía.  En ese momento se le unió el padre Frank Amamlio Fernández, párroco de la iglesia, a quien los soldados arriba no querían dejar pasar.  El joven mostró la tumba violada y al tratar de cubrirla nuevamente la punta de la tapa de cemento le cayó sobre la mano izquierda, de uno de cuyos dedos comenzó a manar sangre.  El sacerdote abraza a su sacristán y así, juntos subieron  los peldaños y se retiraron después de cerrar la iglesia.

Afuera podían oírse los ecos de los martillazos sobre la tapa.  Por las rendijas de las ventanas cerradas del vecindario, algunos ojos trataron de indagar a través de la oscuridad.

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Rafael Tulio Pérez de León, estudiante de 21 años de la Facultad de Derecho de la Universidad de Santo Domingo, se dirigía a su casa, la número 116  de la Avenida Constitución, cuando fue interceptado por dos soldados, uno de los cuales le apuntó en el pecho con su ametralladora.  El joven aspirante a abogado estaba medio atontado por los tragos ingeridos en una fiesta, pero el espectáculo que tenía ante sí le despejó rápidamente la mente.

La escena a corta distancia no la olvidaría por el resto de su vida.  A pesar de la fuerte luz de un reflector sobre su rostro, pudo ver más allá, en los alrededores del parque, frente a la iglesia, varios Mercedes Benz, y soldados situados por doquier en actitud vigilante.  Los residentes de San Cristóbal estaban acostumbrados a los inconvenientes de la vigilancia permanente del templo, desde el entierro del cadáver de Trujillo. Pero esa noche a Pérez de León le pareció que algo inusual estaba sucediendo.  Los soldados que le habían detenido en su marcha hacia su casa, no le dejaron moverse hasta tanto la caravana de vehículos, estacionada en la parte posterior de la iglesia, arrancó a poca velocidad, tomó la calle Padre Ayala, dos esquinas al sur y dobló a la derecha rumbo a la carretera.

 

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Alba abordó el mismo asiento en el vehículo de Ramfis con el coronel Luís José León Estévez y suspiró profundamente.  Ramfis se acomodó de nuevo sus gafas oscuras de sol y concentró su mirada al exterior, abandonado a sus pensamientos. La operación además de macabra había resultado condenadamente tediosa.

El pesado ataúd conteniendo los restos del Generalísimo había sido colocado cuidadosamente en la parte trasera de la camioneta Chevrolet que venía inmediatamente detrás de ellos.  Al pasar rápidamente revista a los acontecimientos de las interminables horas anteriores, Alba echó una ojeada a la caravana a través de la densa oscuridad.  En los demás vehículos le seguían los otros dos hermanos León Estévez, el coronel Manuel A. Robiou, jefe del cuerpo médico de la Aviación Militar y el omnipresente coronel Disla Abréu, siempre hermético.

Ahora sin prisa, la caravana se dirigió directamente al puerto de Andrés, donde horas antes se había dispuesto el retiro de la tripulación del yate Angelita, sin ofrecer explicaciones a la oficialidad.  El comandante del yate, capitán de navío Moisés Eleodoro Cordero Puente, había recibido órdenes de desalojar por completo el buque, incluyéndose él mismo, lo cual cumplió estrictamente.  El cambio de tripulación se operó el miércoles 15, cuando el contralmirante retirado Ramón Julio Didiez Burgos asumió el control del buque.  Pero al día siguiente, jueves 16, se les ordenó abandonarlo hasta la tarde del día siguiente.

El recorrido de 35 minutos desde la iglesia de San Cristóbal fue hecho en casi completo silencio.  Alba sentía el intenso y desagradable olor a muerto que emanó del ataúd al ser destapado, adherido a sus narices.

En la cubierta del yate esperaba impacientemente, impresionado por el crujir de los mástiles y el piso de madera a causa de los ligeros vaivenes de la corriente nocturna, el mayor Julio César Ramos Troncoso, graduado de oficial en una academia militar de Venezuela.  El coronel Luís José León Estévez, su superior inmediato, le había instruido hacerse él sólo cargo del yate y él esperó, sobrecogido por la oscuridad, desde temprano en la tarde, con la única compañía de su fusil ametralladora de mano.  Los soldados del coronel Disla cuidaban en tierra de no dejar aproximar a nadie al barco.

A pesar de esto, un marinero borracho, miembro de la tripulación, logró colarse antes de la medianoche.  Ramos escuchó los gruñidos y el forcejeo de aquel tratando de subir a bordo por la cubierta y le apuntó con su Fal en los ojos.  A la orden de que se retirara, el marinero obedeció a toda prisa con el rostro descompuesto por el susto.  “Lo vi alejarse corriendo, prácticamente ya sobrio.  Del susto se le quitó la borrachera”, recordaría Ramos Troncoso al autor.

La llegada de la caravana aquietó al oficial, que bajó a recibir a sus ocupantes.  Sin mediar palabras, abrieron la portezuela trasera de la Chevrolet y con extremo cuidado se dispusieron a subir el ataúd al yate, por la oscilante y estrecha escalerilla que daba directamente a las facilidades de cubierta.  Dos oficiales tomaron el pesado féretro, cubierto por una caja mayor de madera, mientras Ramos Troncoso y Alba lo agarraban por abajo.   Uno de los oficiales flaqueó al subir y el ataúd se deslizó peligrosamente.  La punta de la caja golpeó en ambos extremos al oficial y al primo de Ramfis y éstos tuvieron que esforzarse para evitar que la carga cayera en las oscuras y turbias aguas del puerto.

Las órdenes de Ramfis eran la de entrar el “cargamento” en el bar de cubierta, para mantenerle bajo estricta protección, pero las dimensiones de las puertas y ventanas de éste no permiten hacerlo.  Alguien sugirió enviar por el ebanista de más confianza, el español Pascual Palacios Bailón, con los primeros rayos del sol.  Entre tanto, la enorme caja de madera es depositada a la intemperie, en medio de la cubierta, después de abrir, por segunda vez esa noche, la tapa superior del féretro.  A Ramos Troncoso todo esto le parecía “muy grimoso, fantasmal”.

Horriblemente exhausto y perseguido por el extraño y penetrante olor del cadáver, Alba se despidió del grupo y se dirigió rápidamente a su casa, a escasa distancia, subiendo a uno de los vehículos de la escolta.  Al consultar su reloj comprueba que son cerca de las tres de la madrugada del viernes 17.  La actividad apenas comienza para él.  En las escasas horas siguientes, debe concentrarse en la tarea de preparar su marcha con toda la familia.  Tras descansar unas horas, se dirigió en la mañana a Ciudad Trujillo para dejar arreglado sus asuntos personales.

Como administrador-tesorero de la empresa Molinos Dominicanos, el monopolio de la harina propiedad de su familia y de Trujillo, tenía cosas que resolver.  La persona a quien recurrió en ese momento difícil fue su tío, Luis Arturo Valera Reyes (Tuturo), de la firma importadora Navarro Cámpora y Compañía, una de las más acreditadas y antiguas del país en el negocio.  Poco después del mediodía, llamó a Clement su esposa para decirle que de su parte todo estaba arreglado.  A ella correspondía preparar al resto de la familia para el viaje.

Sumido en sus recuerdos de apenas horas antes, Andrés Alba Valera se entregó al disfrute de la suave brisa marina, observando desde cubierta los lejanos contornos de la tierra que abandonaba en circunstancias tan especiales, sin saber por cuánto tiempo.

 

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Mientras Alba ultimaba en la ciudad los detalles previos a su viaje inesperado, dos oficiales al frente de una patrulla fueron en busca de Pascual Palacios Bailón, a su taller de la calle Paraguay, ubicado  entre dos prostíbulos.  A sus 74 años, don Pascual era un activo ebanista.  Nacido en Aragón, España, vivía en el país desde los años 20.

Como siempre que se le requería para estos trabajos urgentes de la familia Trujillo, a los que ya estaba acostumbrado, don Pascual no hizo demasiadas preguntas, sólo las indispensables para prepararse para realizar su trabajo.  Después de una consulta telefónica de uno de los oficiales, tomó unas reglas, martillos y piezas de madera y llamó a su asistente, un ebanista dominicano de apellido Vicente, con quien abordó uno de los vehículos oficiales en dirección desconocida.

Gonzalo Guemes Naut, estudiante de ingeniería de 21 años, tomó con un gesto de desagrado la hora de la partida y la anotó en una libreta.  Eran las 7:45 de la mañana.  A Gonzalo no le hacía gracia alguna esta inesperada visita.  Odiaba todo lo que oliera al Gobierno por razones muy personales.  Su padre, Gonzalo Guemes, emigrante español socio de Palacios y de otro carpintero español Fernando Aznar, había sido deportado en diciembre de 1960, por las actividades antitrujillistas de uno de sus hijos, Idelfonso, quien había sido arrestado en noviembre de 1959 acusado de pertenecer al grupo clandestino La Nueva Trinitaria.  Del matrimonio de don Gonzalo con la maestra de escuela Fiordaliza Naut, en San Juan de la Maguana, nacieron tres hijos, Gonzalo, Idelfonso y Sara.  A idelfonso le condenaron a 30 años de cárcel por conspirar contra el régimen y al pago de una multa de un millón de pesos.  En la audiencia, don Gonzalo, indignado por la sentencia, no pudo reprimir un gesto de contrariedad y le gritó al juez:

-¡Ni juntando los pelos del culo… podría yo conseguir esa suma!

Trujillo indultó posteriormente a Idelfonso quien obtuvo permiso para viajar a España donde se reunió a su padre.  Gonzalo, a su temprana edad, debió ocupar el puesto de su progenitor en el negocio.

Aquel estaba todavía furioso porque días antes, unos oficiales habían ido al taller con la extraña solicitud de que se les hiciera un ataúd con unas características muy específicas.  Su primera reacción fue la de rechazarles diciendo que allí no se hacía ese tipo de trabajo.  Los oficiales insistieron que se trataba de una orden superior y don Pascual intervino y se los llevó a un lado.  Después regresó donde Gonzalo y le dijo:

-¡No te quejes, coño, que este jodido ataúd te librará de muchos problemas y además cobrarás muy bien por él, puñeta!

Era un sarcófago sencillo, tapizado por dentro, que Palacios hizo en menos de un día, en base a medidas muy precisas, y por el cual el taller cobró la suma de 2,500 pesos, muy alta para el encargo y mucho dinero para la época.  El pago cubría una enorme caja de caoba, brillantemente lustrada, en cuyo interior cabía perfectamente el féretro.

Del taller de ebanistería, Palacios fue conducido directamente al puerto de Andrés e introducido al yate.  Ramfis le mostró la enorme caja de madera hecha por él unos días antes y un ataúd pintado de gris muy similar al que había hecho entonces, pero algo rayado y carcomido por el tiempo.  La labor para la que se le había requerido con tanta urgencia y misterio consistía en introducir, sin lastimar el contenido, la caja colocada en la cubierta dentro del bar del piso superior del yate.

Palacios tomó rápidamente las medidas de la puerta y ventas de la habitación bar y se puso a trabajar.  Con la ayuda de Vicente, su ayudante, desmontó los marcos de la puerta y algunas tablas aledañas y al cabo de unas horas logró entrar el ataúd, horizontalmente, dentro de la habitación.  Después se entregó a la más ardua tarea de sellar en el piso la caja superior, dentro de la cual estaba guardado el féretro.  Sobre esta caja protectora colocó una todavía mayor, para proteger el cadáver de los vaivenes de la travesía y del salitre.  Fijada la caja con tornillo sobre el piso de madera, Palacios y su ayudante se entregaron a la tarea de reconstruir la puerta y ventanas desmontadas.

Concentrado en su trabajo, no alcanza a darse cuenta de que el yate se desplaza lentamente y que se encuentra ya alejado del muelle mientras empieza a oscurecer.  Palacios sale a cubierta y comienza a lanzar improperios contra todo a su alrededor, hasta que el comandante de la nave, el contralmirante retirado Ramón Julio Didiez Burgos, le tranquiliza y ordena que un bote le lleve de regreso al puerto.  “Se dio el susto de su vida cuando se vio alejándose de la costa, sin poder hacer nada”, recordaría su hijo el ingeniero Eduardo Palacios, quien heredó el negocio de su padre.

Cuando el resto de la nueva y depurada tripulación abordó el yate, Palacios había concluido su trabajo.  El técnico de refrigeración Eugenio de Marchena Santamaría (Pulún), de 21 años, observó que desde las recámaras privadas hacia la popa, la circulación estaba restringida.  De hecho, el yate había sido dividido en dos áreas.

Alba no le prestó ninguna atención especial al pequeño bote que trasladaba a Palacios de regreso a tierra.  Se encontraba demasiado absorto en sus pensamientos para percatarse de esas minucias.  Su reloj marcaba las 21:30 cuando el yate enfiló en la oscuridad mar adentro.

 

Los detalles del desenterramiento del cadáver de Trujillo y la partida del yate Angelita con la familia Alba custodiando el féretro, fueron reconstruidos tras una revisión muy minuciosa de diferentes y extensas versiones de personas y testigos vinculados a la operación.  Las contradicciones entre las versiones de algunos protagonistas y el silencio obstinado de otros hizo esta tarea probablemente la más difícil de este libro.  De las entrevistas con el sacristán de la iglesia fueron descartados aquellos pasajes y detalles rechazados por otros entrevistados y que el autor consideró más propios de una fábula para turistas.

Luís José León Estévez insistió, en la primera de nuestras muchas entrevistas, que a la iglesia había ido él solo con sus dos hermanos y que Ramfis prefirió aguardar en Boca Chica.  Esta versión contradecía la ofrecida y reiterada en diferentes oportunidades por Alba Valera.  La imposibilidad de conciliar los recuerdos de dos testigos de excepción de esos hechos resultó un verdadero rompecabezas.  Pero con el tiempo, pude comprobar que Alba sostenía con una asombrosa precisión los detalles de su relato, mientras que entre mi primera conversación con León Estévez, el domingo 16 de diciembre de 1990, en su residencia, y la última, el miércoles 20 de marzo siguiente, en el restaurante Aubergine, pude detectar lagunas en sus recuerdos.  Su admisión final de que no podía precisar algunos detalles, me obligó a profundizar mucho más en la investigación de este episodio.  Mi decisión desesperada de confrontar la versión de uno y otro, finalmente dio resultados.  Además era probable que por la manera en que estas horas decisivas cambiaran el curso de la vida de Alba y las experiencias que le tocarían vivir días después con su familia en el yate, fijaran más detalladamente en su memoria estos hechos.

Otros relatos de fuentes diversas me permitieron reconstruir esta historia sobre bases rigurosamente verídicas.  De las decenas de personas consultadas para esta parte del relato, sólo el ya general retirado Juan Disla Abreu, prefirió guardarse sus experiencias.  Mi viaje a su finca en Río Verde, La Vega, sin una cita previa tras fracasar todos los intentos de conseguirla por teléfono, no fue en todo caso en vano.  A pesar de su hermetismo, escuchó pacientemente mis razones y su rostro, agradable aunque severo, fue lo suficientemente expresivo como para permitirme establecer cuando estaba en buen camino y cuando no, por lo menos en cuanto a él se refería.  Por otra parte, la razón de que Pedro Pablo Bonilla no llegara a tiempo a la residencia de Ramfis en Boca Chica para acompañarle a la iglesia de San Cristóbal a desenterrar el cadáver del Jefe, fue fortuita.  Bonilla había acordado con su esposa Olga que ésta lo llamaría tan pronto como llegara a Nueva York, adonde había viajado esa tarde con sus hijos.  Olga no encontró, al parecer, una comunicación rápida, nada extraño en esa época, y Pepé no estuvo a la hora acordada, pues debía cubrir primero la distancia de 25 kilómetros de la ciudad a Boca Chica.

 

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Una nueva huelga, ésta de 48 horas, estremece al Cibao tras conocerse el regreso de Negro y Petán Trujillo.  Sin sospechar cuán cerca se encuentra la nación de un gran desenlace político, José Augusto Vega Imbert es enviado por el Comité Provincial de Unión Cívica a Ciudad Trujillo con instrucciones de informar a la dirección nacional que toda la región se encuentra lista para una huelga general y que la capital debía movilizarse y precipitar los acontecimientos.

Provisto únicamente de un salvoconducto emitido por la propia organización, el joven abogado abordó un automóvil y cubrió en poco más de dos horas el largo trayecto de 155 kilómetros.

Federico Carlos Álvarez, el único miembro del comité provincial integrante del comité ejecutivo central con sede en la capital, le anotó los números privados del cónsul norteamericano John Calvin Hill para en caso de una emergencia.  Álvarez, quien se aprestaba a cumplir otra delicada misión en Ciudad Trujillo, tenía la corazonada de que algo grande habría de reproducirse en el fin de semana.

En el local de la UCN, Vega Imbert no encontró a nadie ese mediodía por lo que decidió llamar al doctor Antinoe Fiallo, quien le invitó a pasar de inmediato por su residencia, próxima a la Catedral, en la zona colonial de la ciudad.  El hermano de Viriato admitía que la situación se tornaba grave y que por eso se había convocado a una reunión de emergencia en el local de la calle El Conde, a las 6:00 de la tarde, a la cual él, Vega Imbert, debía asistir para poner en conocimiento de la situación en el Cibao al resto de la dirección.  Graves diferencias habían surgido entre Ramfis y sus tíos, creía Fiallo, y una crisis estaba a punto de estallar.

Vega Imbert consultó su reloj.  Faltaban horas para la reunión así que se dirigió al cercano Hotel Comercial donde se registró.  Desde allí marcó los números privados del cónsul Hill, quien para su sorpresa le invitó a pasar sin pérdida de tiempo por sus oficinas en la embajada.

El enviado santiagués no conocía a Hill y su primera impresión fue la de encontrarse ante un hombre al borde del agotamiento.  Hill se percató de la sorpresa de su visitante y le explicó que tenía cerca de 72 horas en vela, tratando de convencer a Ramfis de que hiciera salir a sus tíos antes de él mismo abandonar el país, para evitar que éstos intentaran un golpe de fuerza para quedarse con el poder.  Sus ojos, faltos de sueño, parecían dos enormes bolas de fuego, recordaría Vega Imbert, subrayadas por una incipiente y desarreglada barba de varios días.

Hill parecía dominado por una sensación de angustia y sus palabras tenían un extraño tono de súplica.  Creía que la UCN debía ponerse en contacto de inmediato con el general Rodríguez Echavarría ante la inminencia de la partida de Ramfis.  Desde el regreso de sus tíos, le dijo, Ramfis se había refugiado en Boca Chica entregado a la bebida “y en una permanente orgía”.

Sus esfuerzos por convencerle de la posibilidad de una “debacle” si dejaba actuar a Negro y Petán habían caído en el vacío.  Por eso, Unión Cívica debía convencer ahora al general comandante de la base aérea de Santiago para actuar tan pronto como Ramfis se fuera.

Excitado por estas noticias, Vega Imbert apenas se despidió del cónsul norteamericano y se dirigió a toda prisa al local de la UCN donde ya se procedía a iniciar la reunión convocada de emergencia.

El joven delegado santiagués rindió un informe de su conversación con Hill y los delegados decidieron entonces llamar a Santiago.  Como resultado de esta llamada, se acuerda que otro joven abogado, Ramón Tapia Espinal, se traslade al día siguiente a Ciudad Trujillo.  La elección obedecía a que Tapia Espinal, de todos los dirigentes de Unión Cívica, era el que mejores relaciones de amistad tenía con Rodríguez Echavarría.

El automóvil gris de cuatro puertas, adornado con una bandera blanca de la Cruz Roja, se detuvo con un ligero chirrido de neumáticos, en la marquesina de la número 46 de la calle Pasteur, en el exclusivo sector residencial de Gazcue.  Su único ocupante, el doctor Jordi Brossa, se apeó apresuradamente y tocó con insistencia el timbre de la puerta frontal.  La prisa del joven médico no tenía nada que ver con su profesión.  El símbolo de la Cruz Roja adherido a su auto tampoco se  relacionaba con una misión humanitaria.  Se trataba de una simple precaución de índole política.

Brossa había recibido un encargo importante, de cuya realización dependía el éxito de todos los esfuerzos realizados por la Unión Cívica para modificar el estado de cosas.  La bandera de la organización internacional tenía como único propósito –debido a lo avanzado de la hora y la tensión reinante- llamar la atención sobre su condición de médico en el caso de que fuera interceptado por una patrulla militar.

La escasa luz de la galería de la residencia de la calle Pasteur no alcanzaba a ocultar la palidez del rostro de Brossa, cuando, al cuarto timbrazo, la puerta se abrió lentamente y dejó ver en el umbral la figura adormilada de Ramón Cáceres Troncoso.  Brossa le hizo rápidamente a un lado y penetró al interior del amplio vestíbulo.  Cáceres se restregó los hinchados ojos faltos de sueño y consultó su reloj: era exactamente la una de la madrugada.  Una hora poco común aún para la visita de un amigo.  El joven abogado hizo un ligero ademán para ahuyentar cualquier presagio e invitó a su inesperado visitante a tomar asiendo en un cómodo sofá.

Aquella madrugada del sábado 18 de noviembre, Cáceres, miembro del Comité Central de Unión Cívica Nacional, tenía sobradas razones para sentirse excitado.  A sus 30 años era ya un abogado de fama.  Soltero, residente en la casa de su padre, el licenciado Marino Cáceres, cabeza de una de las familias más distinguidas de la alta sociedad, corría por sus venas la sangre de varias generaciones de políticos.  Su abuelo, Ramón Cáceres (Mon) había sido Presidente a comienzos de siglo.  Siendo muy joven, Mon Cáceres había contribuido a cambiar el curso de la historia dominicana.  Su mano apretó el gatillo que disparó una de las balas que segó la vida del tirano Ulises Hereaux (Lilís).  La familia había atesorado con amor y fidelidad casi fanática la fama que esa gesta histórica había añadido al prestigio de sus apellidos.  Ramón mismo había sufrido el precio de la oposición a la dictadura.  En 1960 fue arrestado junto a cientos de jóvenes dominicanos por actividades contrarias al régimen trujillista y sometido a bárbaras torturas físicas.

Brossa había ido a comunicarle los resultados de una reunión celebrada en la embajada de Estados Unidos, momentos antes.  El cónsul general Hill, el funcionario de más alto nivel en la misión, sabía que Ramfis había enviado una carta de renuncia al Presidente Balaguer, con fecha 14 de noviembre, que éste no hacía pública todavía.  Las informaciones de la embajada daban como segura la salida inmediata de Ramfis y Hill quería que UCN apoyara públicamente a Balaguer, para evitar el caos y facilitar el proceso hacia una salida democrática.

No podía perderse tiempo y el pronunciamiento debía producirse de inmediato.  Ramón Cáceres sintió un súbito torrente de adrenalina correrle por las venas.  No titubeó.  Corrió al teléfono, sin guardar las precauciones que solían tomarse para evitar interferencias de los servicios de seguridad, y discó pacientemente uno por uno los números de los miembros del Comité Central disponibles.

Todos los convocados acudieron a la cita a la casa de la Pasteur a la hora fijada.  A las 7:00 de la mañana se dio inicio a la reunión, tras completarse la llegada del último de ellos.  Algunos lo hicieron de la forma más insólita, caminando y en los autos de amigos, que nada sabían de la trascendencia de esta cita.

Para evitar sospechas, otros dejaron sus automóviles a considerable distancia de la casa a pesar de los riesgos.  Cáceres llamó a cada uno de los convocados por su nombre, como si pasara lista: Ángel Severo Cabral, Manuel Baquero Ricart, Antinoe Fiallo, Minetta Roque, Osvaldo Peña Battle (Cocó), Rafael Alburquerque Zayas Bazán, Manuel Emilio Castillo (Melo) y César de Castro.  Sólo faltaban el doctor Viriato Fiallo, líder de UCN, Luís Manuel Baquero, José Fernández Caminero y Carlos Federico Álvarez.  Los tres primeros se encontraban en Washington, tratando de impedir que la OEA levantara las sanciones hasta tanto no salieran los Trujillo del territorio nacional.  Álvarez estaba en camino desde Santiago, donde residía, para cumplir otra misión previamente planeada.  Brossa, que había provocado esta inesperada reunión, no tenía porque estar.  No era miembro del comité central de UCN.

No les tomó demasiado tiempo.  A los cuarenta y cinco minutos, el grupo decidió acoger la propuesta del cónsul norteamericano, con una condición: apoyaría decididamente a Balaguer, siempre y cuando los Trujillo, hasta el último de ellos, abandonara el suelo dominicano.  Es la única salida posible en tales circunstancias.  Lo contrario, es decir, dejar a su propia suerte a Balaguer, puede crear un profundo y peligroso vacío de autoridad que de origen a un golpe de connotación trujillista.

La ciudad estaba siendo alterada por rumores insistentes de que Negro y Petán se proponían derrocar a Balaguer y provocar un baño de sangre, para recuperar los poderes perdidos.  Informes de una extensa lista de candidatos a la muerte presagiaban la posibilidad de una Noche de San Bartolomé, en la eventualidad de que ese golpe se produjera.

Brossa fue informado de la decisión y corrió a la embajada a poner al corriente al cónsul Hill.  Ramón Cáceres cumplió otra encomienda.  Tomó de nuevo el teléfono y llamó esta vez al Palacio Nacional.

Felipe Osvaldo Perdomo, subsecretario de la Presidencia, respondió de inmediato la llamada.  Balaguer no estaba todavía, eran las 7:50 de la mañana pero no tardaría.  Tan pronto se presentara a su despacho, como regularmente lo hacía a las 8:00 de la mañana, le comunicaría la urgencia de los directivos de la UCN en visitarle.  Minutos después el timbre del teléfono rompió la tensa espera en la residencia de la familia Cáceres.  Balaguer los recibiría a las 8:30 de esa misma mañana.

Mientras tenía lugar esta importante reunión, la llegada esta vez de un grupo de asustadas damas, vino a aumentar la inquietud que envolvía a los dirigentes de la UCN.  Luís Manuel Cáceres, tío de Ramón, se presentó sin avisar a la residencia, en compañía de las esposas de cinco de los seis acusados del asesinato de Trujillo que guardaban prisión en la penitenciaría de La Victoria, un poblado ubicado a unos veinticinco kilómetros al noreste de la ciudad.

La razón que motivaba la súbita visita, era un informe confirmado en diversas fuentes de que sus esposos –Salvador Estrella Sadhalá, Roberto Pastoriza, Huáscar Tejeda, Modesto Díaz y Pedro Livio Cedeño, además del otro prisionero Manuel Cáceres Michel (Tuntin), el único soltero del grupo- iban a ser trasladados sospechosamente de la cárcel para simular un descenso en el lugar en que había sido acribillado Trujillo.  La orden era un pretexto para asesinarles.  La preocupación que ensombrecía los rostros de las señoras Urania de Estrella, Blanca de Pastoriza, Landín de Tejeda, Leda Montaño de Díaz y Olga Despradel de Cedeño, estaba justificada.  La inminente salida de Ramfis y los rumores de un golpe trujillista permitían sospechar cualquier cosa.

La delegación de cinco miembros de la UCN que había sido escogida para ir a ofrecerle el respaldo de la organización a Balaguer, estimó como válido incluir en su portafolio hacer de portavoz de esta queja.

El grupo, compuesto por Cáceres, Severo Cabral, Brossa, Antinoe Fiallo y Baquero Ricart, no tuvo que esperar nada para pasar al despacho del Presiente.  Balaguer los esperaba de pie ante su escritorio.  La conversación fue amable y exenta de formalismos.

Balaguer agradeció el gesto pero expresó que la salida de Ramfis y la renuncia que éste había presentado a su cargo de Jefe de Estado Mayor General Conjunto de las Fuerzas Armadas, implicaba un peligro enorme para la institución.  Los oficiales de alto rango, dijo, eran leales a Ramfis.  La salida de éste podía conducir al caos.  Severo Cabral, que hacía de portavoz de la comisión ucenista, le respondió que en la eventualidad de que eso ocurriera él, Balaguer, podía contar con el respaldo de oficiales con fuerte arraigo, como los generales de brigada Pedro Rafael Ramón Rodríguez Echavrría y Andrés Alfonso Rodríguez Méndez.  El primero era el jefe de la bien dotada base aérea de Santiago, la segunda mejor equipada del país.  El otro era un piloto con muchas simpatías entre los jóvenes oficiales de San Isidro.  Por sus muy abiertas simpatías hacia la UCN había sido recientemente relevado de su cargo de comandante de la base aérea de Barahona, a unos doscientos kilómetros al suroeste, que seguía en importancia y poder de fuego a la base de Santiago.  Rodríguez Méndez no tenía mando específico ahora, pero según UCN, estaría dispuesto a actuar en favor de una salida democrática.

El Presiente insistió que la presencia de Ramfis era “imprescindible” a la unidad militar.  Creía que si éste persistía en su posición de dejar el mando, podía producirse una situación de incertidumbre.  Su obligación era disuadirlo.

En conclusión, Balaguer agradecía el respaldo, pero disentía en cuanto a la salida del hijo del dictador.  Balaguer ofrecería su propia versión de esta entrevista.  Se le preguntó si él estaría dispuesto, para frustrar “las maquinaciones de los que patrocinaban la reacción contra el orden constitucional a solicitar una intervención armada de los Estados Unidos de América”.  En su libro Entre la Sangre del 30 de Mayo y la del 24 de Abril, sostiene que rechazó tal posibilidad por considerarla “ignominiosa” y que, por el contrario, era el deber de todos “evitarla a todo trance”.

La reunión no despejaba las brumas que ensombrecían el futuro ni había contribuido a superar las distancias que separaban a la UCN de Balaguer.  Pero al menos había establecido algunas reglas, que permitirían esclarecer cosas probablemente más inmediatas.  El Presidente sabía al menos que en las horas siguientes, cuando se produjera el desenlace inevitable, podía contar con un respaldo político importante.  Ya él podía percibir que, por lo menos en una primera prueba, sobreviviría al derrumbe definitivo de la Era de la que había formado parte casi desde sus inicios, treinta años atrás.  Por su parte, la UCN sabía a qué atenerse.  Su apoyo en tan difícil coyuntura a Balaguer, en modo alguno implicaba un compromiso.  Tanto Balaguer como los dirigentes de la UCN que habían ido a verle tan temprano esa mañana del sábado 18 de noviembre, comprendían que el camino de la confrontación que los situaría inexorablemente en aceras opuestas estaba señalado.  Era cuestión de esperar.

La despedida fue igualmente cortés.  Antes de abandonar el despacho, Cáceres recordó la preocupación de las esposas de los complotados.  En un breve aparte, hizo un resumen a Balaguer de la situación y expresó el temor de que los seis detenidos fueran asesinados, como temían sus esposas, que aguardaban por una respuesta en la residencia de los padres de Cáceres, en la calle Pasteur.

Dando señales exteriores de consternación, Balaguer hizo un gesto de incredulidad con las manos, señalando que tenía informes de que el traslado de los presos se debía a que iba a tomarse una película.  Descartaba la posibilidad de que Ramfis o algunos de los suyos fuera capaz de cometer otra “monstruosidad” como esa.  De todas formas apreciaba el valor de la información.  Su impotencia quedaba de manifiesto con su recomendación para que el grupo fuera a ver al periodista norteamericano RoberT Berrellez, de la AP, hospedado en el hotel El Embajador y denunciaran esta posibilidad, en la esperanza de que el escándalo pudiera evitar una locura.  Severo Cabral le comentó a la salida a Fiallo:

-Este hombre es demasiado cínico o demasiado blando.

Ramón Cáceres fue el último en despedirse.  Sabía que, inmerso como realmente estaba en medio de un feroz lucha por sobrevivir él mismo, Balaguer no estaba en condiciones de hacer mucho por lo demás.  Por más que intentara oponerse a los crueles designios de Ramfis y sus allegados, él no podía hacer materialmente nada.  Un sentimiento de simpatía hacia aquel hombre solitario y tenaz le dominó interiormente.

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En la tarde de ese mismo día, una comisión del PRD encabezada por Bosch visitó también al Presidente para ofrecerle su apoyo ante las tentativas de un golpe regresionista por los Trujillo.  Bosch era también opuesto a una intervención militar norteamericana.

El recrudecimiento de la represión, sobretodo después de los acontecimientos del día 20 de octubre en la calle Espaillat y sus alrededores, determinó que la UCN y el Catorce de Junio decidieran denunciar la gravedad de la situación del país directamente ante la OEA.  El propósito era impedir el levantamiento de las sanciones, en el entendido de que los beneficiarios serían los herederos de Trujillo, aún en el poder, y no el pueblo.

Un día, a principios de noviembre, se presentó a la residencia donde vivían los dos principales dirigentes del Catorce de Junio –el doctor Manuel Aurelio Tavárez Justo y el ingeniero Leandro Guzmán- el joven Rafael Fabio, hijo del doctor Viriato Fiallo.  El emisario les dijo que el comité ejecutivo de UCN había decidido invitar a los principales líderes de la oposición a viajar a Washington para exponer ante la comisión especial de la OEA, que había visitado la República Dominicana a comienzos de junio, “la real situación del país”.  La misión era urgente y necesaria ante los informes, cada vez más persistentes, de que la comisión se proponía recomendar el levantamiento de las sanciones, a condición de que Balaguer y Ramfis iniciaran una etapa democrática, excluyendo a los demás miembros de la familia Trujillo.

Idéntica propuesta le había sido planteada a Bosch.  Pero éste, les dijo el hijo de Fiallo, se negó a formar parte del grupo por considerar que la misión “se pondría de mojiganga”.  Bosch era de opinión que las sanciones serían de todas maneras eliminadas porque ésta era una decisión tomada ya de antemano por el gobierno de los Estados Unidos.

A Washington debían ir únicamente Tavárez y Guzmán, porque la UCN había decidido limitar su representación a sólo dos miembros, Luís Manuel Baquero y el propio Fiallo.  Un tercer integrante sería el médico José A. Caminero, cuya militancia era tanto cívica como catorcista.  El comité ejecutivo central del partido aprobó la invitación, pero añadió a un tercer miembro, el ingeniero Vinicio Echavarría.

La comisión viajó a Washington, vía San Juan, Puerto Rico, en un vuelo de Pan American, dos días después.  Cientos de exiliados dominicanos, entre los que se encontraban Yuyo D’Alessandro y el psiquiatra Antonio Zaglul, acudieron al aeropuerto de Isla Verde a recibirles.  El gobernador Luís Muñoz Marín les daría un trato especial ofreciéndoles una cena en su residencia antes de que partieran a Washington esa misma noche.  Muñoz mostraría su extrañeza por la ausencia de un representante de Bosch, al que definió como “su amigo íntimo”.

En horas de la madrugada el grupo llegó a Baltimore.  Allí le esperaba una delegación de personalidades ligadas a la lucha contra Trujillo, entre los que se encontraban los doctores Antonio Bonilla Atiles, Baquique Puig, pediatra residente en Washington, Donald Reid Cabral y el estudiante Camilo Lluberes, con quienes se trasladaron en automóvil a la capital norteamericana.  Al día siguiente serían recibidos por el secretario general de la OEA, José A. Mora, en su residencia contigua a la sede de la organización.  Mora llevó después a los delegados ante la comisión especial que trataba el caso dominicano.

En esta como en posteriores reuniones con funcionarios norteamericanos, entre ellos el Secretario de Estado adjunto Woodward y Morales Carrión, los dirigentes de la oposición creyeron ver en las exposiciones de éstos la intención norteamericana de auspiciar un gobierno de transición en la República Dominicana, presidido por Balaguer e integrado por las diferentes fuerzas políticas del país.  La tarea de ese régimen sería la de organizar elecciones libres en un plazo no mayor de un año.  El Catorce de Junio se opuso a tal posibilidad.  Entendía que históricamente no le correspondía jugar ese papel y que, además –como diría Leandro Guzmán treinta años después al autor- su lucha era en favor de “libertades absolutas para el pueblo dominicano dentro de un proceso democrático en el que no estuvieran presentes ninguno de los remanentes del trujillismo”.

Fiallo compartía este sentimiento aunque no era ésta la posición de otros dirigentes de UCN que veían la participación de Balaguer entonces como “muy transitoria”.  Estos creían que una vez instalado dicho gobierno no les resultaría difícil desplazar a Balaguer y asumir el liderazgo de la transición.  Al surgir estas diferencias, los miembros del Catorce de Junio se separaron del grupo y se dirigieron a Nueva York.

 

 

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