Una tarde de octubre caminaba en Queens hacia una de las últimas estaciones elevadas del tren 7 para dirigirme a Manhattan, luego de salir de una de las muchas imprentas que funcionan en un área con pocos vecinos y repleta de viejos depósitos.

Se acercaba la noche y como todos los octubres, el cielo estaba opaco, lo que hacía aún más lúgubre el lugar, que de por sí lo es, dado su aspecto portuario, tenebrosamente desolado.

De repente un patrullero de NYPD (New York Police Department) salió de la nada, redujo la velocidad, uno de los agentes bajó el cristal y me miró. Giró en la siguiente esquina, vino por la otra vía próxima a Court Square y desapareció.

A los pocos minutos regresó cuando empezaba a ascender por la escalinata; el agente bajó de nuevo el cristal y me preguntó en inglés: “¿Todo bien? Todo bien, le respondí y seguí mi camino.
Asumo que los oficiales querían asegurarse de que estuviera a salvo caminando en aquel ambiente solitario, dado que vestía de traje y cargaba un maletín de cuero.

Lo narrado sucedió durante la gestión del alcalde Michael Bloomberg, un multimillonario que quiso dirigir la ciudad más movida de los Estados Unidos, sólo por aportar a su sociedad y dejar un legajo en la función pública.

La ciudad ya venía de una impresionante recuperación de su seguridad bajo la administración de Rudy Giuliani, un ex fiscal federal con fama de duro, la que demostró con los hechos, desmantelando la parte gruesa de la estructura criminal de la mafia neoyorquina, enviando a la cárcel hasta su muerte a delincuentes del calado de un John Gotti.

Lo sucedido posteriormente con Giuliani, al convertirse en apañador legal de las tropelías de Donald Trump, es marginal y en nada empaña su brillante pasado de funcionario eficiente.

El relato busca llamar la atención de mis amigos que sirven en la joven administración de Eric Adams, sobre el estereotipo que se ha instalado en la mente de muchos neoyorquinos, conforme a la cual durante las direcciones demócratas suele dispararse la criminalidad, supuestamente debido a que éstos son flojos.

Y más aún, remachan la visión discriminatoria lapidando a los ejecutivos afrodescendientes, cuya primera experiencia, utilizada para exponer una fuerte acentuación de desprecio, recae sobre David Dinkins, una sindicatura en que cual, ciertamente, la seguridad en la ciudad de Nueva York colapsó.

Dinkins, abogado de prestigio, no supo lidiar con esa problemática, no porque fuera negro o demócrata, sino quizá por falta de carácter.

Adams conoce bien esa narrativa, y habiendo sido oficial de la policía pudiera tener cierta ventaja al manejar el intrincado problema.

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