Fidelio

No hay obra más conmovedora que Fidelio, ni más emocionante expresión de la fe de un hombre, de sus esperanzas, de sus secretos sueños y de su heroica lucha contra la desesperación.KARL R. POPPER Es 1804 y usted…

No hay obra más conmovedora que Fidelio, ni más emocionante expresión de la fe de un hombre, de sus esperanzas, de sus secretos sueños y de su heroica lucha contra la desesperación.
KARL R. POPPER

Es 1804 y usted ha viajado a Dresde para asistir al estreno de la ópera Léonore de Ferdinando Paër. Ahora se intenta repetir el triunfo alcanzado seis años antes por Pierre Gaveaux. Como en aquella ocasión, está de por medio el libreto de Jean Nicolas Bouilly: Léonore ou L’Amour Conjugal. Seres comunes y personajes de clase elevada se mezclan en este trasiego de felicidad postergada, donde el heroísmo de los hombres desplaza a los dioses antiguos.

La trama de Léonore será melodramática y triste. Se trata de un reo político, Florestán, que Pizarro, el gobernador de una fortaleza, quiere hacer morir de hambre en un calabozo. Todos, excepto su esposa Léonore, creen que el preso ha muerto. Disfrazada de mancebo y bajo el nombre de Fidelio, Léonore logra ser admitida como sirviente por el carcelero Rocco. Pizarro está impaciente por liquidar a su víctima. Al ver que el hambre no produce el resultado deseado, el gobernador dispone la ejecución de Florestán. Ordena a Rocco que cave una fosa donde el prisionero será enterrado dentro de unas horas. Fidelio colabora en la triste tarea. Aparece el cruel Pizarro. Encadenado, el prisionero se levanta, reconoce a su verdugo y lo interpela. Pizarro avanza hacia él con un puñal en la mano. Léonore, que ha sacado una pistola del pecho, se interpone entre los dos hombres y amenaza con el arma a Pizarro. El gobernador retrocede asustado. Se escucha entonces el sonido de una trompeta, señal convenida para bajar el puente levadizo del castillo. Es la llegada de Fernando, el ministro. Al no poder consumar el crimen, Pizarro escapa. Está salvado el prisionero. El pueblo celebra la fidelidad y el júbilo de Léonore.

El drama humano, aquí, adquiere relieve de fait historique, de hecho histórico, como había señalado Gaveaux. Esa noche, la música de Paër le resultará especialmente donosa y exultante. Concluye la función.

Al salir del teatro, usted escucha cuando aquella figura desaliñada y brusca le habla al compositor, al maestro Ferdinando Paër.

—Me gustó tanto su ópera que desearía ponerle música— espeta el hombre.

Ahora usted no comprende el desapacible humorismo de este individuo, la íntima razón para actuar de este hombre ancho y feo, con algo más de treinta años y con la indócil melena de león hundida en su espalda vasta.

Aún no acaba usted de colegir si está en presencia de un bromista o de un díscolo. Por el momento, no supondrá siquiera que se trata del enamorado de Leonor von Breuning y Magdalena Willman; de aquel que le dedica la sonata “Claro de Luna” a Giulietta Guicciardi, una quinceañera que lo hará pensar en el suicidio. A usted jamás le cruzará por la cabeza la idea de que tal esperpento sea Ludwig Van Beethoven.

Aunque tampoco él podría imaginar que esta noche, de la tersa banalidad que propone la Léonore de Boully surgirá la más dolorosa de sus espinas; aquella que lo obligará al más angustioso y lacerante de los tormentos: la creación de Fidelio, su tres veces resucitada ópera única.

Ahora será cuestión de anticipar que, un año después de la noche en Dresde, el primer Fidelio fracasará rotundamente. Todos apreciarán la obra como excesivamente prolongada y monótona. Beethoven la reducirá de tres a sólo dos actos en la versión de 1806. Pero el nuevo drama saldrá de la escena después de cuatro funciones.

Se trata de presumir que la tercera versión no aparecerá sino hasta 1814, y que entonces ya no habrá más rechazos. Que este último Fidelio ascenderá —solitario, sin sus antecesores— al Olimpo operático. Habrá que entender la necesidad de estos tres nacimientos: tres Fidelio con cuatro oberturas, a la manera de quien alumbra cuatro conciencias emancipadas de una materia única.

El Fidelio-Léonore de Beethoven —cual Orfeo, aunque sin su dionisíaca ambivalencia— descenderá al infierno, a la cárcel, a la región de las tinieblas. Implorará al destino aquel favor excepcional: la devolución de su amor, el regreso a la luz de aquella sombra preterida: la recuperación definitiva de su Florestán-Eurídice.

Ella-él no podrá, como en el mito judaico de la mujer de Lot, mirar hacia atrás en la salida del infierno. El remordimiento perverso y la insaciable inconstancia hicieron girar la cabeza de Orfeo. Léonore, en cambio, vencerá el maleficio. Su pasión, carente de toda trivialidad, estará dignificada por la pureza. Léonore alcanza el milagro: las tinieblas le devuelven a Florestán.

Desde aquella noche de 1804, sin discernirlo, en cada feminidad buscará Beethoven una Léonore que lo recobre del presidio de la soledad creadora; una criatura que le permita renacer en esa “imposible felicidad que viene de fuera”: una existencia que lo redima del abismo de su sordera aborrecible. Pero ninguna de las mujeres por él conocidas —sólo, quizá, Josefina von Brunswick, la “amada inmortal”— intentaría salvarlo del infierno de su vida tempestuosa.

Y será tarde cuando él entienda de qué modo ellas —Magdalena Willman, Giulietta Guicciardi, María Erdody, Teresa Malfatti, Amelia Sebald—, como Orfeo a Eurídice, lo han condenado para siempre a las tinieblas. De qué forma, igual que las ménades a Orfeo, ellas despedazarán su alma sin alguna misericordia. Tampoco Beethoven supondrá que veintitrés años después, a las cinco y cuarto de la tarde vienesa, en medio de una tormenta, delirando, elevará su puño al cielo y dejará escapar la vida.

Así, usted revivirá esa noche en Dresde, cuando ha soñado ir al estreno de la Léonore de Ferdinando Paër, en el momento en que observa al individuo macizo y feo que habla con Paër; a ese sujeto con la arisca melena de león hundida en la espalda. A ese hombre con la mirada como dos voces muertas sembradas en la cara… 

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