Dos niñas recorren todos los días 20 kilómetros para llegar a su escuela

Su particular y cotidiana travesía. Una odisea llena de dificultades, más aún en época de lluvias, que ambas, que nacieron y viven en una remota aldea de la zona central de Tanzania, un lugar humilde y rural donde las mujeres encuentran muchos más problemas y menos soluciones que los hombres, deben afrontar a diario para ir a la escuela de educación secundaria. Sueñan con un futuro más próspero para ellas y para su familia.

Son las cuatro y media de la madrugada, la fuerte lluvia golpea la placa de aluminio del tejado y produce un sonido que hace difícil conciliar el sueño.

Desde que comenzó a caer agua poco antes de la medianoche, el ensordecedor ruido ha ido yendo a más de forma paulatina. Cuando suena el despertador, pasados unos minutos, Amisi Nchira, un granjero de 53 años —cabeza y rostro afeitado, figura delgada y sonrisa bonachona—, se levanta, corre el pestillo para abrir la puerta de su casa, mira afuera y dice en lengua kirangi: “Ha llovido mucho y el río vendrá cargado de agua. No sé si las niñas van a poder ir hoy al colegio”.

Fatuma Yusufu, la esposa de Amisi, ama de casa, se levanta justo después. Ambos han dormido en un pequeño cuarto en el que una tela a cuadros hace las veces de puerta y donde esa misma cortina y una cama son el único mobiliario. Frente a ellos, en otra habitación, también con una sola cama, sus seis hijos (cinco mujeres y un varón, 23 años la más mayor y cinco el más joven) y su primer nieto empiezan a despertarse. Aunque la temperatura suele ser agradable a horas tan tempranas, las lluvias resultan demasiado frecuentes en las madrugadas de Bambare, una aldea de menos de 1.00 habitantes a unos 40 kilómetros al norte de Kondoa, la ciudad económica y administrativamente relevante más próxima, con unos 20.000 habitantes.

Mientras Fatuma hierve agua para preparar té en el salón, iluminado con una bombilla que consume la energía que proporciona un pequeño panel solar colocado en el tejado, se escucha el cacareo de las gallinas que la familia, de la tribu mrangui y musulmanes, tiene en una de las dos dependencias del patio. En la otra hay vacas y cabras. Esos animales y unos arrozales próximos a la casa son lo único que tienen Amisi y Fatuma para sacar adelante a los suyos. Poco. Pero más que muchos. En Tanzania, un país de 58 millones de habitantes, la mitad de la población vive con menos de dos euros al día.

Según el Banco Mundial a principios de siglo XXI, una familia rural en Tanzania subsistía con 32 céntimos de euro diarios. Ellos pueden gastarse unos 10.000 chelines tanzanos (alrededor de 3,7 euros).

Cuando Zamda y Um se asoman al salón, la tetera ya anuncia con un suave silbido que el líquido está listo para beber. Será el desayuno de toda la familia. Al menos, la cena de la noche anterior fue abundante; cuando la oscuridad ya comandaba Bambare, sentados sobre una alfombra en la misma habitación donde ahora Fatuma prepara el té, cada uno de los ocho miembros de la familia dio cuenta de un plato de arroz con un par de pedazos de un pollo que Amisi había sacrificado unas horas antes.

Esta mañana, mientras desayunan, la familia comenta los detalles del viaje de algo más de 10 kilómetros que está a punto de comenzar. “Si las niñas estudian, quizás puedan ayudarnos en el futuro. A lo mejor acceden a mejores oficios”, sugiere Fatuma. “Aquí sólo hay trabajo en el campo y, con eso, difícilmente nos llega para todos. Necesitamos dinero. Hay que intentar mejorar”, valora Amisi.

―¿Creéis que vuestras hijas podrán seguir estudiando cuando terminen la Secundaria? ¿Irán a la Universidad?

―No sabemos. Si tienen suerte… La mayor no ha ido.

―Y los demás hijos, cuando crezcan, ¿acudirán al mismo colegio?

―Sí. Todos. Ahora van a Primaria. Ahí solo se tarda en llegar unos 40 minutos.

Zamda y Um ultiman los preparativos para la caminata. Ya se han lavado los dientes y ahora introducen en sus mochilas los libros que van a necesitar en la jornada escolar y también bolígrafos, cuadernos y su uniforme. Después se ponen sendos vestidos largos, se calzan unas chanclas, cubren su pelo con un hiyab y se echan la mochila a la espalda. El reloj marca las 5.20 de la mañana y, fuera, al sol todavía le queda más de una hora para enseñar sus primeros rayos. Pero al menos ya ha dejado de llover. “Vamos a intentarlo. Si partimos ya, quizás el caudal del río todavía no sea demasiado abundante. Voy a acompañarlas hasta ver si podemos atravesarlo. Si no, nos volvemos”, dice Amisi. Y entra en su habitación a por un bastón y una linterna. Cuando regresa, cruza unas palabras con sus dos hijas, que asienten, se despiden de su madre con un beso y salen de casa detrás de su padre.

Un camino de peligros y dificultades

La oscuridad de la noche es absoluta. A solo unos pasos de la vivienda de la familia Nchira, cuando padre e hijas encaran un sendero de arena ahora convertida en barro, tan solo se ve la débil luz de la linterna de Amisi. En Bambare, ni las dispersas casas disponen de tendido eléctrico alguno al que conectar bombillas o electrodomésticos ni hay farolas en los extremos de las veredas. Zamda y Um, delgadas, de cuerpos ligeros y andares livianos, la pequeña algo más alta que la mayor, aunque ambas de baja estatura, se quitan las chanclas (las llevarán en la mano a partir de ahora) para avanzar con más destreza. Marchan sin detenerse y sin aparente dificultad. Se conocen el camino a la perfección. Huele a rocío y a tierra mojada. Solo se escucha el croar de las ranas y el eco de las pisadas.

―¿No tenéis miedo?

―Sí. Cuando llegamos tarde, los profesores nos pegan―, responde Zamda.

―¿Y a ataques? ¿A que os puedan agredir sexualmente?

―Ahora es un momento peligroso porque la lluvia hace que los maíces estén muy altos. Hay hombres que se esconden y aprovechan la oscuridad para asaltar a las mujeres cuando pasan por estos caminos―, interviene Amisi.

Una ley gubernamental prohíbe a las jóvenes que han consumado su matrimonio o que se han quedado embarazadas ir al colegio, lo que se traduce en la expulsión de miles de niñas del sistema educativo todos los años

Ni el de Zamda ni el de su padre son temores infundados. En Tanzania, el 78% de las niñas y el 67% de los niños ha sufrido abusos físicos por parte de sus profesores en el colegio. Los estudiantes afirman recibir rutinariamente golpes con las manos, con palos de bambú o de madera, o con otros objetos. Organizaciones internacionales como Human Rights Watch han denunciado además que los maestros tanzanos pegan a jóvenes como Zamda y Um en las nalgas y en los senos para aleccionarlas o castigarlas. Y en cuanto a agresiones sexuales, las estadísticas no resultan más halagüeñas: casi el 30% de las chicas afirma haber sido víctima de algún tipo de violencia sexual (tocamientos, coacción para tener relaciones, intentos de violación) antes de cumplir los 18 años, según Unicef.

A los 20 minutos de travesía, la comitiva llega al primer río, el que preocupaba a Amisi al salir de casa. Parece que la corriente viene fuerte, pero no tanto como para dar media vuelta. El granjero se para en la orilla, introduce el bastón en el agua, comprueba la profundidad, se remanga los pantalones y comienza a andar a través del río. Zamda y Um hacen lo mismo.

Avanzan por el caudal con confianza, como si fuera algo normal y rutinario. Para no resbalarse o caerse por la fuerza de la corriente, las hermanas se sujetan la una en la otra con una mano. Con la que les queda libre se alzan el vestido para que no se les moje. Pese a que el agua les llega hasta las rodillas, no emplean más de dos minutos en cruzar el río.

Cuando todos ellos han llegado a la otra orilla, Amisi se detiene y entrega a Zamda un billete de 1.000 chelines tanzanos (unos 35 céntimos de euro) para el almuerzo de las dos niñas, que comen en el colegio. Luego les da la linterna, se despide y se pierde en la oscuridad de regreso a Bambare. El viaje de las hermanas Nchira no ha hecho más que comenzar.

Algo pasadas las 6.30 empieza a vislumbrarse el sol por el horizonte. Zamda y Um enfilan un estrecho sendero que lleva a Gallu, una aldea que rodearán y donde se unirán otros dos estudiantes, una chica y un chico. Desde que se despidieron de su padre, las hermanas ya han atravesado dos riachuelos más, ambos de unos 25 centímetros de profundidad, pero menos caudalosos que el primero. Han pasado también junto a decenas de maizales en los que solo se ve una primera fila de plantas, aunque tras ella se intuyen varias docenas de hileras más. Han andado por caminos embarrados con una curtida habilidad para no mancharse más que los pies. Han dejado atrás arrozales, acacias, baobabs, campos de girasoles y cultivos de garbanzos. Han esquivado rebaños de cabras y vacas, ranas, babosas y lombrices. Han escuchado el piar de cientos de pájaros al despertarse. Están tan aburridas de espantar moscas que hace muchos minutos que dejaron de hacerlo.

―¿Qué asignatura os gusta más?

―Biología la entiendo muy bien. Y Geografía también―, responde Zamda. Um, mucho más tímida, escucha, sonríe y asiente sin decir nada.

―¿A qué os gustaría dedicaros dentro de unos años?

―No sé. Todavía no lo he pensado―, vuelve a señalar Zamda.

―¿Y por que queréis estudiar?

―Bueno, creo que podríamos ayudar a nuestra familia si lo hacemos.

Pasada Gallu, a Zamda y a Um se les unen poco a poco más muchachos que estudian en el mismo colegio. Cuando el reloj marca las 7.37 y el sol empieza a apretar fuerte, con una temperatura que asciende a no menos de 35 grados, el grupo lo forman ya unas 15 personas entre niñas y niños de pueblos y aldeas colindantes que se apuntan a andar entre barro y pequeños riachuelos. Entonces, las hermanas se detienen en la casa algo apartada de amigo de su padre, donde se quitan los vestidos que llevan puestos y se ponen el uniforme escolar (una túnica violeta y un hiyab blanco) que cargaban en la maleta. No tardan más de 10 minutos en cambiarse.

Queda algo menos de un cuarto de hora para que empiecen las clases y Zamda y Um afrontan el último trecho del viaje. Siguen un sendero de barro, atraviesan una carretera de arena y encaran una pequeña pendiente rodeada de rocas y arbustos. Al final de la cuesta se encuentra la Escuela de Educación Secundaria Imbafi, situada en las faldas de una pequeña montaña en un pueblo que se llama Itundwi. Cuando las niñas cruzan la puerta principal todavía no han dado las ocho en punto. Hoy han llegado a tiempo.

Una educación con demasiadas trabas

Christopher Paul, director de la institución, habla sentado en una silla que es, junto a un pupitre lleno de libretas y papeles, todo el menaje de su despacho, de unos tres metros cuadrados. Justo detrás de él, una verja en el hueco de una puerta deja ver otra habitación cerrada llena de sacos de arroz, cebolla y maíz. “Muchos estudiantes viven muy lejos. De hecho, acabo de recibir una llamada del padre de tres muchachos para confirmar que no vendrán hoy. Me ha dicho que no han podido atravesar el río”. Después añade: “Algunos niños viven en una aldea que hay detrás de la montaña. No suelen tardar mucho, pero es un camino lleno de hienas. Supone un riesgo enorme; hay madres que están pensándose si merece la pena que sus chicos sigan acudiendo al colegio”. Y comenta también que los estudiantes llegan cansados, con mucho sueño y hambrientos. Y que el colegio prepara una comida diaria para ellos (en ocho horas y media), pero no más.

Algunos niños viven en una aldea que hay detrás de la montaña. No suelen tardar mucho, pero es un camino lleno de hienas. Supone un riesgo enorme.

En Tanzania, solo el 52% de los adolescentes accede a la educación Secundaria. Y, como siempre, ellas encuentran más complicaciones que ellos. No es solo que el 31% de las chicas se case antes de cumplir 18 años y una de cada cuatro se convierta en madre entre los 15 y los 19, con todas las trabas que supondría compaginar esas vidas con ir a la escuela en un país de ingresos tan bajos. Es que, además, una ley gubernamental prohíbe a las jóvenes que han consumado su matrimonio o que se han quedado embarazadas ir al colegio, lo que se traduce en la expulsión de miles de niñas del sistema educativo todos los años. Un informe del Banco Mundial arrojó que menos de un tercio de las matriculadas obtiene el título de Secundaria.

La desigualdad se empieza a labrar en estas edades tempranas y pesará como una losa cuando ya sea demasiado tarde para soñar con cambiarla. En la edad adulta, dos de cada tres estudiantes universitarios son hombres en Tanzania. Además, Naciones Unidas calcula que, mientras los varones obtienen aquí algo más de 3.000 dólares brutos (2.500 euros) per cápita al año, las mujeres apenas llegan a los 2.300 (1.900 euros).

Al colegio Imbafi (la educación secundaria en Tanzania consta de cuatro cursos, desde los 14 hasta los 17 años, más otros dos complementarios) acuden 617 estudiantes provenientes de los cuatro pueblos de su alrededor. Para esa misma población (unas 7.500 personas) hay cinco colegios de primaria. Y la situación no tiene visos de cambiar. Las hermanas Nchira seguirán andando mañana tras mañana para cubrir la gran distancia que separa su humilde hogar en Bambare de su colegio en Itundwi. Y, por las tardes, más de lo mismo, pero en dirección contraria. Cruzarán riachuelos, surcarán callejuelas de arena y barro, dejarán atrás maizales y campos de girasoles y esquivarán vacas y cabras mientras sus padres rezan para que nadie las viole en el viaje. Entre la ida y la vuelta, Zamda y Um suman medio maratón diario. O sea, 21 kilómetros. Y así un día. Y otro. Y otro. Como si no fueran protagonistas de nada. Como si no estuvieran haciendo algo extraordinario.

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