Un chico con las zapatillas agujereadas, mira con fascinación cómo su padre Abel de Jesús Escobar Echeverry, campesino, cuerpo curtido, mirada de dolor silencioso, pinta de azul claro su pequeña y derruida pieza en El Tablazo, una zona rural de Antioquia, Colombia. La idea fue de su esposa Hermilda de los Dolores, una maestra. Pablo Emilio, que lleva nombre de apóstol, a veces sale a robar naranjas para vender y darles la paga a sus padres.

Un poderoso narco, millonario, temible, omnipotente, dueño de la muerte de sus enemigos y no enemigos, ordena que un sector de su mítica hacienda sea pintado de azul claro. Siente que nada ni nadie puede derrocarlo del pedestal que construyó con balas, sangre y cocaína.

Un hombre nostálgico pero vencido, acorralado por sus perseguidores y fantasmas, con la muerte que domesticaba como una mascota ahora convertida en un animal salvaje a punto de devorarlo, le pide a un obrero que pinte su nuevo hogar de azul claro.

Ese refugio se llama La Casa Azul.

Son tres versiones de Pablo Escobar Gaviria que abarcan 44 años.

“Mi padre nos llevó hacia La Casa Azul como una manera de despedirse sin que lo supiéramos. Hasta lo vimos llorar por primera vez”, dice a Infobae su hijo, Juan Pablo Escobar.

¿Por qué el capo narco más famoso de la historia volvió en sus últimos días a recuperar una porción de su lado inocente?

Quizá en momentos donde pareciera que no hay punto de retorno, el hombre se vuelve niño. Como si regresar a la infancia lo alejara del infierno inminente. Despojado de intenciones o especulaciones y ambiciones. Sin planes. Cómo si se pudiera vaciarse del mal o del horror causado en el otro.

Corría agosto de 1992 y el imperio de Escobar se descascaraba y derrumbaba como las paredes de su primera casa.

Pablo Escobar tenía una obsesión, o más que obsesión un lugar imaginario donde aferrarse, que sólo los suyos conocían: el color azul claro. Ese color lo acompañó como el juguete que nunca se abandona. Como un escudo. Usaba ese color de ropa. Tenía autos con ese color. Nunca dijo qué le producía ese color. No era un capricho. Era quizá se secreto. Un espejo del color del cielo o del mar.

Pero los días en La Casa Azul mostraron otra versión suya: no era El Patrón, era Pablo Emilio.

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“Mi marido se había quedado prácticamente solo, pues su otrora poderoso ejército había desaparecido”, recordó años después Victora Eugenia Henao, “Tata”, su viuda.

Había pasado menos de un mes del escape de su marido de la cárcel de La Catedral. Sus aliados, los pocos que sobrevivieron, lo entregaron a la Justicia. “Sólo contaba con Gladys y su esposo, el Gordo; una pareja de confianza que colaboraba en algunos menesteres de la casa. Así como con Alfonso León Puerta, el Angelito, uno de los sicarios que lo acompañaba y quien hacía las veces de guardaespaldas y mensajero”, contó.

En el centro de Medellín, Victoria y sus hijos, Juan Pablo y Manuela, aguardaban las indicaciones del capo de la familia. Junto a ellos estaba Andrea, la novia del hijo de Escobar. El hombre más buscado del mundo se las ingenió para esconderse a pocos kilómetros, en una casa que ocupó un año antes de llevar a los suyos. Pero antes de hacerlo, tomó una decisión que podría haberlo hecho caer, pero en su desesperado presente valía más que cualquiera de sus tesoros.

“Pablo se empecinó en contratar a un obrero para que pintara las paredes del azul claro que tanto le gustaba. El afán de que la casa estuviera impecable y con sabor a hogar lo llevó a descuidar su propia seguridad y a correr el riesgo de permitir que un extraño hiciera el trabajo durante dos semanas, mientras él permanecía encerrado en una habitación”, escribe Henao en su libro Pablo Escobar, mi vida, mi cárcel.

Mientras el albañil cumplía sin saberlo una de las últimas órdenes del Patrón, Escobar le dio instrucciones claras a Angelito: “Ahora sí, me los traes para aquí”.

Su esposa, sus hijos y su nuera llegaron a La Casa Azul con vendas en los ojos, luego de permanecer escondidos durante varias semanas en una caleta cercana. “Una vez que estuvimos en el nuevo refugio, me sorprendí cuando Pablo hizo un relato de la manera como había sido pintada la vivienda”.

“Pablo, estás loco, ¿cómo hacés eso? Por Dios”, le recriminó Victoria. “Fue lo único que supe decirle y él me miró con una risa socarrona”. Los Escobar todavía no lo sabían, pero la cuenta regresiva ya había comenzado.

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A Escobar le quedaban sólo 16 meses de vida y había decidido pasarlos con ellos, lejos de los lujos, los matones y refugiado en su última fortaleza; más austera y azul, como la casa de su infancia en la que, según su viuda, todavía se pueden ver “los rastros de la pintura en el pequeño cuarto ubicado cerca de la entrada”.

El color no sólo le recordaba su niñez. “Todo era azul para él. Cuando ya era muy adinerado, hizo pintar de azul claro un sector de la hacienda Nápoles. Obviamente, en su ropero no podían faltar las camisas y camisetas de ese color. También recuerdo que le encantaban los tonos azul claro del cuadro La Marina, pintado por el artista Francisco Antonio Cano, que yo había comprado y expuesto en una de las paredes del edificio Mónaco”, contó en su libro Henao, o María Isabel Santos, el nombre que usó en su “exilio” en la Argentina.

“La Casa Azul se convirtió en museo. Estaba escondida. A mi padre lo vi muy golpeado. Traicionado. Pero conectó mucho con nosotros. Lo que más le dolió que fue hizo un despliegue magnífico de seguridad para traer a su madre, la necesitaba, pero ella no quiso quedarse. Adujo que debía ver a su hijo Roberto, que estaba preso. Pero mi padre le dijo que a Roberto podía verlo cualquier día, pero a él no. Mi abuela se fue y él quedó dolido. Le cambió la cara. Era de desilusión”, cuenta a Infobae Juan Pablo Escobar, autor de dos libros reveladores: Pablo Escobar, mi padre y Pablo Escobar, in fraganti.

La austeridad de su último refugio contrastaba con la opulencia de Nápoles o Mónaco. Despojado de poder y desesperado por la seguridad de su familia, Pablo se hacía tiempo para añorar su viejo Jeep Nissan Patrol -también azul- con el que solía trasladarse durante sus estadías en la Hacienda, custodiada por una decena de hombres armados. Ahora, sólo lo cuidaba Angelito, un perro y un ganso, al que nombró “Palomo”.

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La Casa Azul fue el último escondite de Escobar y su familia. Se accedía después de pasar dos puertas. La primera, corrediza, accionada a control remoto y pintada de color verde oscuro para que se confundiera con los árboles y la vegetación. Una vez adentro, estaba prohibido bajarse del auto. “Quien lo hiciera se encontraba de frente con un enorme pastor alemán y un ganso furioso de plumaje blanco. Ese animal había llegado a La Casa Azul porque, según Pablo, era más peligroso que un perro y había que alimentarlo desde lejos porque era muy irascible”.

El último guardaespaldas del Patrón fue un animal de granja. Escobar bromeaba: decía que el ganso tenía más inteligencia, lealtad y temperamento que los sicarios que lo habían abandonado. Lo compró el “Gordo”, su casero. Pagó por él unos 30 mil pesos colombianos en una plaza de Medellín. Después de evadir al perro y al desquiciado ganso, se abría un segundo portón de color azul oscuro. Medía tres metros de alto. Alrededor del lugar se levantaban postes con alambre de púas que conformaban una especie de barrera para entorpecer la eventual llegada de intrusos.

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Fuente: Infobae

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