Otra vez volvió a visitarla. No le llevó flores, porque no le ve mucho sentido. Unos lentes oscuros disimulan la tristeza en sus ojos, pero su voz se quiebra cuando se le pregunta por ella.

Con amabilidad, aceptó que un equipo de elCaribe le acompañara a su cita. Camina unos metros por la calle principal del cementerio Cristo Redentor, gira a la derecha, se detiene y dice “aquí es”. Saca de su bolsillo una caja de fósforos para encender el velón que traía consigo y sin ningún ritual en particular solo expresa en forma casi imperceptible “esto es para ti”. Apenas empieza a acostumbrarse a estar sin ella.
Hace 40 años Saturnino Díaz juró amarla en la escasez y en la enfermedad y aunque no procrearon hijos, el amor que se profesaban les fue suficiente. Se tenían el uno al otro, pero con los años, Dominica Mojica enfermó de diabetes, enfermedad que le provocó la amputación de sus piernas. Ella no soportó verse en esa condición y se sumergió en una depresión que poco a poco terminó con su vida y hace justo seis meses murió, cuenta su esposo. “Ella era mi hermana, mi esposa, era todo. Hay días que cuando me acuerdo de ella, ni como”, relata con voz entrecortada.

Muy cerca de él, estaba un anciano que pintaba de blanco la tumba de su esposa, que murió hace 12 años, tras un matrimonio de cinco décadas en el que procrearon seis hijos. Es Ramón Jiménez, que avanza a sus 85 años. Proyecta un espíritu alegre y limpiar la tumba de Ercilia Pérez, quien fuera su única novia y esposa, le produce una satisfacción inefable.

De repente estaban dos viudos allí, que nunca se habían encontrado. Saturnino no cree en que verá a su compañera en el “más allá”. Es escéptico en ese punto de la fe cristiana. Del tema, Ramón, solo dice “Dios es el único que sabe”. Algo sí comparten, y es que sus esposas permanecen en sus recuerdos incluso en sus sueños. Ninguno piensa en volver a casarse y fueron fieles al juramento de “hasta que la muerte los separe”.

Ayer, se conmemoró el Día de los Fieles Difuntos, fecha en que muchos creyentes apartan para recordar, honrar y visitar el lugar donde reposan los restos de las personas a quienes amaron o con quienes compartieron un vínculo afectivo en el plano terrenal. El tiempo aún no ha podido llenar el vacío que dejó en Nelson Eddy Rodríguez la partida de su mamá y de su abuela. A sus ocho años, en 1970, presenció la trágica muerte de la madre de su progenitora, con quien vivía. Un disparo que no era para ella, la alcanzó y le segó la vida. En 2003, Rodríguez, hijo único, es golpeado nuevamente con la muerte de su madre, que falleció por consecuencia de una agresión sexual.

Ayer, pintaba la tumba de “dos madres inolvidables”, así está inscrito en el nicho, el que visitó día tras día durante los 14 años que duró como supervisor del Cementerio Nacional Máximo Gómez, en los que juró que mientras vida tenga pintaría y cuidaría con celo.

Visitar cada dos de noviembre la “última morada” de los seres queridos es un acto sagrado para muchos. Lo es para Mariano Suarez. “Esta es una tradición que la tenemos de nuestros padres y eso no se pierde. Siempre vengo, y la satisfacción es el amor y el cariño que ellos me dieron y eso no se olvida”

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