En la reciente cumbre de las Américas, la marginación de Cuba del seno de la Organización de Estados Americanos (OEA) fue de nuevo uno de los ingredientes que impidieron una declaración final, lo que reveló el grado de frustración que impera en la región respecto a las relaciones políticas con Estados Unidos.
No sería excesivo afirmar que la única causa de esa falta de entendimiento es la obsesiva actitud de Estados Unidos a no discutir la necesidad de terminar con el aislamiento a que desde 1960 ha sometido a Cuba. No hay que hacer mucho esfuerzo para entender que la única manera de ayudar a ese país a vivir mejor es mediante el diálogo y la apertura, como plantea la Iglesia Católica.
A la administración del presidente Obama quizás no le queda tiempo para hacerlo. Una verdadera pena, porque en estas tierras se sembraron muchas esperanzas de que un hombre de sus ideas facilitaría el fin del aislamiento de Cuba. Apenas alcanzó para flexibilizar la política de viajes de los cubanoamericanos a la isla. Hoy, la única razón para que se mantenga el bloqueo es el orgullo de cierta clase dirigente, el poder de un exilio que pierde cada vez más importancia en América Latina, pero que los políticos norteamericanos valoran demasiado como fuerza electoral.
Pareciera que el voto de la Florida pesa más que las relaciones con un continente que ya se ha tornado adulto y ha adecuado sus relaciones diplomáticas y comerciales con Cuba.
Por eso, la comunicación de la Iglesia Católica de Estados Unidos a la secretaria de Estado, Hillary Clinton, para que su país levante ese embargo tiene mucho sentido. No hay razones políticas para mantenerlo, ni siquiera desde la lógica norteamericana. Cuba no representa ningún peligro. Ha perdido capacidad incluso para exportar sus ideas.
Y quiere abrirse al mundo, pero los cubanos tienen que ser los protagonistas. Lo primero que debe ocurrir es que el mundo se abra a la isla. Que no se obstruya su integración total y que ellos decidan su suerte.
