Consumidor soberano

Se habla con frecuencia de la “soberanía” que ejerce el consumidor, cuando “vota” a través de su compra. Y esto nos hace sentir importantes.

Se habla con frecuencia de la “soberanía” que ejerce el consumidor, cuando “vota” a través de su compra. Y esto nos hace sentir importantes.
Esto se refiere, por supuesto, a los consumidores que tienen el dinero suficiente para manifestar su verdadero deseo (a muchos les encantaría tener un porsche y no pueden “votar” por el porsche, así que se resignan con un kia). Somos pues “soberanos a la hora de desear”, pero no a la hora de comprar.

Si nos vamos a productos más “normales”, como jugos, leche o refrescos, creemos que mandamos una señal de preferencia cada vez que compramos una marca u otra. Pero los que fabrican esos productos ya se han ocupado de condicionar esa preferencia a través de la publicidad.

Y logran convencernos, a través de miles de impactos publicitarios al día, de las cosas más insólitas (como que “destapamos felicidad” cada vez que abrimos una coca cola, o que “porque la vida es ahora”, la tarjeta la paga el viento).
Logran incluso introducir en nuestra mente un “chip diferenciador” sobre productos idénticos (como cuando insisten que un guineo con manchas marrones es mejor que el que no tiene manchas, o que las aguas minerales son significativamente distintas según su procedencia).

Y también que asociemos la compra de un producto a estados subjetivos de éxito, seguridad y belleza, en vez de a la información concreta sobre su calidad o su precio. Tanto es así que el hombre Marlboro, aquel vaquero valiente que domaba la naturaleza con la sola compañía de sus cigarrillos, se convirtió en una de las estrategias publicitarias más exitosas de todos los tiempos. Esto a pesar de que algunos de sus actores murieron de cáncer de pulmón.

Son entonces tantas las mentiras publicitarias que tenemos en la cabeza, que ni siquiera cuando tenemos el dinero para hacer efectiva una compra, somos verdaderamente soberanos. No podemos hacer gran cosa al respecto, por lo costoso que resulta desentreñar la información real de lo que compramos (aparte de que muchas veces nos gusta que nos ilusionen).

Aceptemos, pues, con humildad que nos engañan y manipulan. Que de soberanos ¡muy poco!

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