Pero el Barroco de ‘aquí’ no era el Barroco de ‘allá’. “El Barroco de América —apuntó Pedro Henríquez Ureña— difiere del Barroco de España en su sentido de la estructura, cuyas líneas fundamentales persisten dominadoras bajo la profusión ornamental”. Alejo Carpentier, de su lado, señaló: “América, continente de simbiosis, de mutaciones, de mestizajes, fue barroca desde siempre. […] ¿Y por qué es América Latina la tierra de elección del Barroco? Porque toda simbiosis, todo mestizaje, engendra un barroquismo […] Nuestro mundo es barroco por la arquitectura, por el enrevesamiento y la complejidad de su naturaleza y su vegetación, por la policromía de cuanto nos circunda, por la pulsión telúrica de los fenómenos a que estamos sometidos”.
En los grandes centros urbanos del Nuevo Mundo el Barroco era, esencialmente, arte replantado. Las imágenes venían de Murillo y de Mena, de Zurbarán y de Rubens. Las tallas en madera procedían de Juan Martínez Montañés, el autor de un ‘capolavoro’: Cristo en la Cruz. De Francisco Pacheco, maestro y suegro de Velázquez, serían las reglas: María adolescente, vestida de azul y blanco, coronada de estrellas, con la luna bajo sus pies y arcos de luz en derredor. El Nuevo Mundo, sin embargo, hubo de imponer su sello.
(El fulgor se deshace en rotas porciones de materia inacabada, en añicos arrastrados por la obsesión perenne del instante. La luz es principio que torna visible el borde angosto de la razón: chispa breve, rubor liberado, fugacidad atrapada en el laberinto denso de la fe. Más allá de toda forma, más allá de toda sensación, más allá de todo límite, la contemplación deviene en acatamiento de luz, en fulguración exaltada, en unción deslumbrada y deslumbrante. El Verbo es ‘lumen de lumine’).
Iglesias, retablos, esculturas, pinturas, nacían bajo la mirada del mestizo americano. Dos estilos predominaban: uno, culto y europeizado, fuertemente inspirado por los grabados flamencos, españoles e italianos; el otro, popular y reluctante a las ideas europeas, ejecutado por maestros anónimos en un estilo decorativo, de colores brillantes y expresión candorosa, que recordaba el arte popular y la tradición medieval en la representación.
En la América virreinal de los siglos XVII y XVIII los nombres eran abundantes y creaban escuelas: en Quito, en el Cuzco, en Potosí, en México, en Lima, en Popayán, en La Paz, en Ouro Preto, en Bahía. Las imágenes de Antonio Albán, de José Cortez de Alcocer, de Manuel de Samaniego, de Miguel de Santiago, de Diego Quispe Tito, del maestro de la Almudena, de Leonardo de Flores, de Gaspar Miguel de Berrio, de Miguel Cabrera, de José Joaquín Magón, de Sebastián López de Arteaga, avivaban el dogma con un fulgor inédito.
En las figuras policromadas de Legarda, del Aleijadinho y de Caspicara (el indio Manuel Chili) se recubrían de levísimas fosforescencias los enigmas de la fe.
El recorrido está claro: en la vasta longitud del sendero americano se perciben las huellas del instinto, de la clara perspicacia y de la intuición artística que germinan en el crisol colonial. El zambo, el caboclo y el mulato formulan, en toda la dimensión del continente, un alegato estético disuelto en los atisbos del nuevo credo: heterogéneo, circular e inextinguiblemente encadenado al origen. Y el ornamento, de este modo, se hace idóneo para suplantar arcanos y consejas, memorias y conjuros: vitales laberintos de una fe sin principio ni fin.
Claro que sí: era el Mundo Nuevo subyugado por la Europa, pero también sucedía el viejo continente transterrado a la comarca inédita, y acaecía además el fundidor de razas que provocara las palabras de Bolívar: “No somos blancos, no somos indios, no somos negros: somos un pequeño género humano aparte”.
Todo esto, no cabe duda, sería aquel trayecto de congojas y, ¿por qué no decirlo?, de efímeros arranques de fulgor que ocurriera hace ya unos tres o cuatro siglos en esta mitad del mundo, en este metafórico destino americano en que nos tocó abrir los ojos y vivir.
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(Instalo ahora un engorroso paréntesis a fin de tocar la excepción que habita en cada aserto previo: lo artísticamente sucedido en nuestra isla durante los días coloniales. Esto así, porque no conozco, acaso porque no creo que viva entre nosotros una obra de arte (templo o escultura o pintura o retablo) capaz de refutar que, desde el Descubrimiento hasta finales del siglo XIX, la vida artística en la Hispaniola fuese algo menos que infructuosa.
Éramos tierra sin indios desde la primera mitad del siglo XVI. Es cierto. Nos devastó la piratería inglesa; se nos entregó a pedazos en Ryswick; por entero fuimos dados en Basilea; luchamos contra Francia, contra Haití, contra España… contra nosotros mismos. Todo se entendería como decididamente verdadero.
Mas, en una América que también fue suelo rebosante de infortunios, hay un rastro del genio artístico colonial que vaga de Chihuahua a Buenos Aires, que se asienta en La Habana y en Tegucigalpa y en Cartagena, que estalla en Lima y México y Cuzco y Quito y Minas Gerais.
La pregunta mariposea en el éter: ¿Fructificó, acaso, modo alguno de barroquismo en el Santo Domingo colonial? ¿Existen razones, de verdad, para que constituyéramos la desamparada impugnación al juicio de autoridad, de que toda simbiosis, todo mestizaje, engendra un barroquismo?
¿Qué de un cruzamiento tan infecundo, tan yermo como el nuestro, incapaz de producir, durante trescientos años, forma cualquiera de arte: ya miserable o valiosa, ya clásica o desbordante? ¿Qué aciagas condiciones se dieron aquí, en esta venturosa tierra de ‘primacías’, llamadas a frenar la imaginación artística, a impedir la quimera de santos rubicundos o el ensueño de vírgenes azules, coronadas de estrellas y con la luna bajo sus pies? ¿Fue, tal vez, que durante cuatro lentos siglos personificamos tan sólo la ‘troupe’ de una incesante saga picaresca, de una larga ficción inenarrable ajena a las palabras y a los símbolos, lejana del discurso y de las representaciones?
Lo cierto es que mientras el mundo colonial se poblaba de encarnaciones y figuras y estatuas y edificios realizados por la fecunda clarividencia del criollo, del indio, del zambo y del mulato; en tanto el mestizaje americano revelaba los iconos de una inédita escritura, nosotros, quién sabe, descansábamos en una hamaca a la espera del ‘Situado’.) l