Desiderio Arias (1 de 2)

Aunque ya se cumplen 83 años de la muerte del general Desiderio Arias (el próximo viernes, 20 de junio), todavía la alucinación popular insiste en urdir fábulas y dislates en torno al episodio en que perdiera la vida el líder cibaeño de los “bolo

Aunque ya se cumplen 83 años de la muerte del general Desiderio Arias (el próximo viernes, 20 de junio), todavía la alucinación popular insiste en urdir fábulas y dislates en torno al episodio en que perdiera la vida el líder cibaeño de los “bolos pata prieta”.Algunos han dicho que la cabeza amputada de Desiderio fue hilvanada al cuerpo de un hombre de tez clara (versión de William Burke: “Desgraciadamente, Arias había sido un hombre de tipo muy negro, y el cadáver que le habían pegado era el de un amarillo fuerte […] aquellas no son las manos de Desiderio Arias; son demasiado blancas […] las manos eran tan claras de color como un limón”).

Otros afirman, ni más ni menos, lo contrario: que el cuerpo cosido a la cabeza del general Arias era el de un haitiano (versión de Federico Henríquez Gratereaux, en el artículo ‘Olvidos y recuerdos’: “Las aves de rapiña le habían picoteado el vientre al muerto. Decidieron entonces cortarle las manos, buscar otro hombre y matarlo, para sustituir el cadáver verdadero. Escogieron a un haitiano llamado Makén”).

Los de puerilidad más rabiosa hasta garantizan que las huestes de Trujillo pasearon la cabeza de Desiderio, en el extremo de una pica, por las calles de Santiago. Cabe, en este último caso, la pregunta: ¿Podría alguien, con una mínima percepción de lo que fue la capacidad de fingimiento de aquel régimen –y su infinita teatralidad- admitir como posible la puesta en escena de un cuadro tal? Claro que existían las cámaras fotográficas, desde muchos años antes de la muerte de Desiderio. Abundan, por ejemplo, retratos de la intervención norteamericana de 1916 y láminas de los desastres del ciclón de San Zenón de 1930. ¿Por qué motivo, entonces, nadie ha logrado presentar una fotografía de 1931, con la imagen de aquella cabeza engarzada en la punta de un asta; en un cuadro atroz vinculado, acaso, con remotos ceremoniales de hechicería? Tal vez sea muy sencilla la respuesta: porque aquello nunca ocurrió.

Es grato saber que por lo menos tres libros recientes, suscritos por algunos de los más importantes historiadores dominicanos (Bernardo Vega, Juan Daniel Balcácer y Euclides Gutiérrez Félix) tratan con propiedad el tema de la desaparición de Desiderio Arias. En ellos se admite la fidelidad de un testimonio que me fue dable divulgar en el discurso de presentación del libro ‘Asuntos Dominicanos en Archivos Ingleses’, editado por Bernardo Vega y Emilio Cordero Michel (Fundación Cultural Dominicana, Santo Domingo, 1993).

Esta obra incluye capítulos del libro ‘Señor Burky’ (George G. Harrap & Co. Ltd., Londres, 1935) que recoge las memorias de William Burke, un buscavidas australiano llegado al país en 1914 y espectador del ingreso de los ‘marines’ norteamericanos en 1916.

Burke volvió en 1918 como empleado del Central Romana. Más tarde, el gobierno de ocupación militar lo designó Inspector General de Sanidad en El Seibo, donde conoció a “un joven oficial, buenmozo y oscuro, con un pequeño bigote cuidadosamente rizado en las puntas […] con camisa ceñida […] pantalones y polainas, pero con cierto aire que hacía que ese uniforme tan común se convirtiera en algo teatral, elegante y rufianesco”. Se trataba de Rafael Leónidas Trujillo Molina.

En los años de la ocupación militar norteamericana, Burke compartió habitación y jaranas con Trujillo. Aunque perdió su empleo en 1924, al salir los marines del país, el aventurero regresó algunos años después a Santo Domingo y fue testigo del golpe de estado del 23 de febrero de 1930. Anduvo con Trujillo durante los dos primeros años de dictadura, pero a principios de 1932 sus desavenencias con el ‘Jefe’ lo transportaron a una celda en la Fortaleza Ozama. Y fue precisa la intervención del Encargado de Negocios de Inglaterra para que el Señor Burky pudiera abandonar el país sin desgracias excesivas.

En este libro pícaro de 1935, Burke incluye un episodio que los azares de la vida me obligaron a refutar, casi 60 años después. El capítulo XVI de sus memorias sirve al Señor Burky para ofrecer la siguiente versión acerca de la muerte del general Desiderio Arias:

“El Teniente Fernández (Ludovino) le cercenó la cabeza al muerto, y la metió en un macuto, o canasta nativa, la cual llevó a Santiago como prueba de que el trabajo había sido completado”. Y luego explica: “Cuando Fernández sacó la cabeza del macuto y la levantó el Presidente bramó de ira. Le ordenó a Fernández que regresara a buscar el cadáver, para que se le diera un entierro decente. Ya estaba oscuro cuando regresaron al lugar del enfrentamiento, y no pudieron encontrar el cadáver del general […] Así que le cortaron la cabeza a otro fugitivo muerto, y se llevaron el cadáver a Santiago. Allá, a la luz de las velas, le ajustaron la cabeza de Arias al tieso cadáver, le tiraron una sábana por arriba, y se fueron. Desgraciadamente, Arias había sido un hombre de tipo muy negro, y el cadáver que le habían pegado era el de un amarillo fuerte […] El susurro corrió de boca en boca: aquellas no son las manos de Desiderio Arias; son demasiado blancas […] Cuando llegó adonde mí lo fui a ver […] Subí y miré por la ventana. Por lo que podía ver a la luz de una vela, las manos eran tan claras de color como un limón. No eran las manos de Arias, y yo lo conocía bien. El próximo día me dijeron que la viuda había visitado el cadáver, y que había buscado en vano una cicatriz que tenía en una pierna. Sin embargo, fue, o fueron, enterrados, y ese fue el fin de Desiderio Arias, el analfabeto tabacalero quien habría sido presidente de la república sino hubiese sido por los norteamericanos”.

Así finaliza la declaración de William Burke.

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