Desiderio Arias (2 de 2)

Ayer, 20 de junio, se cumplieron 83 años de la muerte del general Desiderio Arias. No obstante el tiempo acaecido, la fantasía popular repite aún la urdimbre de fábulas y dislates en torno al episodio en que perdiera la vida el líder cibaeño…

Ayer, 20 de junio, se cumplieron 83 años de la muerte del general Desiderio Arias. No obstante el tiempo acaecido, la fantasía popular repite aún la urdimbre de fábulas y dislates en torno al episodio en que perdiera la vida el líder cibaeño de los “bolos pata prieta”.

Acerca de tan oscuro incidente, formulé una versión distinta en el discurso de presentación del libro ‘Asuntos Dominicanos en Archivos Ingleses’ (1993).
Veámosla:

“Es un día olvidado de junio del 1931 y Trujillo acampa, desde la mañana, en la fortaleza de Santiago de los Caballeros. A media tarde, el oficial médico recibe escuetas instrucciones de preparar instrumental y materiales sanitarios de emergencia. Luego se le llama a ocupar uno de los tres o cuatro automóviles de una caravana que encabezará el general Trujillo. Sin noticias ni explicación alguna, los vehículos toman el rumbo de la Línea Noroeste. Algunas horas después, al llegar al río Yaque, a pocos kilómetros de Mao, los autos se detienen. No existe puente y es obligatorio cruzar la corriente en una barcaza. En la orilla está el teniente Ludovino Fernández quien informa a Trujillo: General, allá le tengo la cabeza de Desiderio. Trujillo, contrariado, responde: Muy mal hecho”.

“El general Trujillo está visiblemente nervioso y su automóvil es el primero que intenta subir a la embarcación. La impaciencia del conductor, tal vez, hace que las ruedas delanteras se atasquen en el fango. Irritado, el general aborda el segundo automóvil de la columna y atraviesa el río. El automóvil en que viaja el oficial del cuerpo médico arriba al Juzgado de Paz de Mao (o Alcaldía Comunal de Mao, según la designación de la época) en las primeras horas de la noche.

“Trujillo, entonces, dispone: Doctor, la cabeza del general Desiderio Arias está en la gaveta de aquel escritorio. He dado órdenes para que traigan el cuerpo. Prepárelo y procure que no se advierta que la cabeza ha sido ‘cercenada’ (expresión textual)”.

“La iluminación es pobre; apenas luces de quinqué. Con la ayuda de un temeroso subalterno, el especialista limpia y cose pacientemente las heridas en la cara y la cabeza desgajada. Termina su jornada quizá a las 11:00 de la noche. Después dormita, cabecea, a pocos metros del cráneo de Desiderio”.

“El ayudante (supersticioso, de piel oscura) no puede cerrar los ojos. Cerca de las 2:00 de la madrugada aflora un trote de caballos. Es la patrulla que regresa con el cuerpo del guerrillero asesinado. El oficial médico observa. No cabe duda: el cuerpo es auténticamente el de Desiderio. Viste camisa clara y saco de ‘olán’ o ‘dril grano de pólvora’ (tela de la época, de fondo crema y pequeñas pintas de color oscuro). Hay un gemelo en una de las mangas de la camisa; de la otra, apenas cuelga un hilillo”.

“Los militares revisan la ropa del cadáver. En los bolsillos aparecen algunos papeles y un pequeño peine con empuñadura, del tipo que emplean los barberos. Los documentos de Desiderio Arias pasan a manos de Trujillo. El oficial médico observa al general en jefe romper algunos papeles y guardarse otros en la chaqueta. Después, el galeno recibe el cuerpo para finalizar su encomienda. Algunas horas más tarde, Trujillo inspecciona los resultados: Magnífico, doctor; era exactamente lo que yo quería”.

“Ya casi amanece. En las primeras horas de la mañana, la población de Mao contempla el cadáver dentro de un ataúd, amortajado, en la puerta abierta de la Alcaldía Comunal. El féretro, con alguna inclinación, tiene la cabecera sostenida por una silla. El pueblo consternado desfila ante Desiderio. Todos se santiguan y rezan y lloran al ver el cadáver. Desiderio es un auténtico paladín de la comunidad”.

“Cerca del mediodía, el oficial médico advierte a Trujillo acerca del proceso de descomposición de los restos y de la urgencia de su entierro. Trujillo ordena trasladar el cadáver a Santiago y dispone, así, que una comisión encabezada por Mario Fermín Cabral (presidente del Senado en aquella fecha) transmita las condolencias oficiales y entregue el cadáver a la viuda. Los portadores del pésame informan que, por disposición del general Trujillo, el general Desiderio Arias, en su rango de Senador por la provincia de Montecristi, habría de recibir honores militares. Al regresar a Santiago, el oficial médico se entera de que la viuda recibe el cadáver, aunque rehúsa admitir el fingido homenaje del gobierno”.

El argumento en que se apoya este último relato —que es mío y está basado en razones que conozco desde la infancia— deviene radical y muy simple: ese oficial del cuerpo médico militar que he señalado, ese furtivo testigo del acontecimiento, lo fue el doctor Ángel Ramón Delgado Brea, mi abuelo paterno. Por ese mismo azar que me permitió rebatir, casi 60 años más tarde, el relato del Señor Burky, a él, a mi abuelo —repito— le correspondió ejecutar la penosa tarea de unir la cabeza al cuerpo y de amortajar los restos del general Desiderio Arias.

Mi abuelo falleció hace ya mucho tiempo, pero de sus labios yo escuché, más de una vez, esta narración sombría. Al redactar en 1993 los detalles del suceso necesité de la retentiva de mi padre, quien me ayudó a recuperar algunos pormenores omitidos (la tela del traje de Desiderio, el peine de barbero en el bolsillo…). De esta suerte, y a juzgar por los alegatos de William Burke, no parece cierto que anduviese él con Trujillo el día de la muerte de Desiderio, como tampoco que viera los despojos mortales del líder jimenista ‘pata prieta’”.
Por último, habría que entender quién con objetividad era William Burke: el pintoresco, el extravagante Señor Burky. Como se infiere de los trazos y vaivenes de su vida, no cabe pensar en él sino como un aventurero, un oportunista, un típico bribón de la época. Y sus memorias —digamos que, en algunos instantes, llenas de donosura cosmopolita— no viajan más allá de un zigzagueo entre la burla y el timo, entre la fábula socarrona y la embriaguez.

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